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Julio Navarro Carmona
Miércoles, 26 de julio 2023, 23:43
Hace mucho tiempo que comenzó a arder mi mente. Un incendio, que tuvo su albor, en el centro mismo de ella y que propagó veloz ... su imperio de destrucción, dejándome yerma de emociones mientras observaba, impedida, su conquista. Me convirtió en una niña de trece años aparentemente normal vista desde fuera, pero con un mundo interior devastado que amenazaba por momentos con derruirse por completo.
No ayudó que mamá nos abandonara. Fue un lunes normal y corriente para el resto del mundo, que dejó nuestra casa sumida en un silencio novedoso. Tres niños la habían amueblado hasta entonces con risas, rabietas y juegos. Sonidos de vida desparramándose por cada rincón de este hogar que, de repente, se quedó huérfano y mudo.
Tan sólo se llevó algunas fotografías, de mis hermanos y mías. Ese fue todo su equipaje. Me lo comunicó papá al día siguiente, entre lágrimas, mientras sujetaba mis manos mirando al suelo. No me miró a los ojos. No lo hace desde entonces. Yo eché de menos el cuchillo de mango rojo que tanto llamaba la atención al entrar en la cocina. Me pregunto por qué se lo llevaría.
Por el contrario, dejó toda su ropa en el armario, su preciada cámara fotográfica sobre el arca del dormitorio, las cajas de Paroxetina, Melatonina y Alprazolam en el cajón de la mesita de noche y una escueta nota de despedida sobre la mesa del comedor.
«…Os quiero». Así terminaba su breve carta de adiós.
Me extrañó el final de esa epístola que parecía improvisada. Nunca nos dijo que nos quería. Siempre utilizaba el verbo amar.
Ella no era mi madre biológica, pero me ha criado desde pequeña, cuando conoció a papá y se vino a vivir con nosotros, antes de que nacieran los gemelos. Creo que no le gustaba que la llamara mamá, por mucho que se forzara en demostrarme lo contrario. Tampoco le agradaba mi forma de ser, estoy segura de ello. Discutía con mi padre por mi culpa, porque yo no era como esperaba. Los escuchaba. Se gritaban. Me odiaba.
Mi padre va por la casa como uno de esos muertos vivientes que aparecen en las películas de terror que tanto le gustan. Con la misma ropa día tras día, que ha ido cogiendo una tonalidad gris sin apenas darnos cuenta. El único cambio apreciable es su barba, que parece crecer más rápida que el tiempo.
Evito mirarle a los ojos porque. aunque todavía no lo ha hecho, me da miedo que lo haga de repente y reconozca en los míos la sospecha que navega por los retazos, aún sin quemar, de mi mente.
Tan sólo sale al patio para cuidar las rosas rojas que plantó a la mañana siguiente de la marcha de mi madre. Bajo el árbol del paraíso. Ese es su quehacer diario. Entra y sale innumerables veces a lo largo del día y les habla, abatido. Creo que las sembró porque sabía que eran sus flores favoritas y quizás pensaba regalárselas cuando volviera.
Tiene un carácter fuerte y no nos deja acercarnos al jardín de mamá, como lo bauticé. Si ve a los gemelos jugando por allí, pagan las consecuencias sus traseros infantiles con unos azotes. Yo lo conozco, por eso no me acerco a ese lugar. Creo que me haría daño si lo hiciera. A veces me da miedo.
Mi almohada sigue seca. Todavía no he llorado por ella. Simplemente no puedo. Intento recordar su rostro cuando me voy a la cama, después de escupir las pastillas que me debería tomar. Comienza a desdibujarse en las noches de insomnio pese al poco tiempo que hace que desapareció. Quiere escapar como el agua entre los dedos y trato de retenerla para que no se marche del todo. Yo no la odiaba. Tampoco la quería.
Mi madre no estaba bien. Tenía la mirada triste y vencida, como los loquitos que deambulan por los pasillos del psiquiátrico que visito a diario.
Recuerdo esa mirada y cómo trataba de esbozar una sonrisa falsa cuando a veces la descubría, pero sus ojos revelaban la verdad que se contradecía con la mentira del arco de sus labios. Le sonreía en ese juego embustero. A veces me abrazaba. Olía a rosas y a dolor, a vainilla su pelo, a amargura su esperanza.
En ese momento veía la marca que llevaba en su alma, como la que le pusieron a Caín y a todos los perdedores de este mundo tramposo, pero yo miraba para otro lado para no verla, porque me daba asco observar su desesperanza. Me producía repulsión su mirada de lástima cuando posaba sus ojos de rendición en los míos.
Hoy es lunes. Hace una semana que se fue y ha venido el psiquiatra de la familia con personas uniformadas. Están en el patio, mirando el jardín de las rosas de mamá. También está papá, esposado, llorando. Sólo sabe llorar.
Entre los entresijos de mi memoria, en medio del bosque que sigue ardiendo, se cuelan algunos recuerdos que me parecen irreales y que desaparecen de la misma manera que vienen. Son recuerdo y olvido a un mismo tiempo.
Aquella madrugada de lunes me desperté, me levanté y fui al dormitorio de mis padres. El cuchillo de mango rojo en mi mano. Papá arrebatándomelo, tarde ya. Mi pijama, mis manos, toda yo ensangrentada. Mi padre meciendo su cuerpo, nervioso, con la mirada perdida. Después la pala. El patio. Silencio. Olvido nuevo.
No, no he llorado aún por su ausencia. En realidad, jamás en mi vida he llorado. En esta mañana de lunes reposo la mirada en esos hombres y en el jardín de mamá, los observo a través de la ventana con la cabeza desmayada sobre mi brazo derecho, sin sentir nada. Bajo las raíces de esas rosas rojas se encuentra la verdad.
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