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Mercedes Rodríguez del Castillo Marín
Domingo, 6 de agosto 2023, 00:37
Si quieres ser feliz durante una hora, toma una copa de vino.
Si quieres ser feliz durante una semana, lee un buen libro.
Si quieres ... ser feliz durante un mes, enamórate.
Pero si quieres ser feliz toda la vida, hazte un jardín.
(Proverbio)
El colegio de monjas donde transcurrieron doce de los primeros años de mi vida, se ubicaba en el que había sido el Carmen de Benalúa, la maravillosa finca que perteneció al Duque de San Pedro del Galatino.
Al convertirse en colegio, durante los primeros años sólo asistían alumnos de primera enseñanza y se utilizaban las dependencias tal y como las dejaron los herederos del duque y su esposa.
Yo fui una de las privilegiadas alumnas que conoció los jardines tal y como los había diseñado el duque, y aquellos lugares de mi niñez despertaron en mí una acumulación de sensaciones que me cautivaron para siempre.
Creo que mi pasión por los jardines nació en aquellas mañanas frescas de primavera, cuando enfilaba, con mi cartera en la mano, la senda de boj que conducía a las clases.
A pesar de que han pasado tantos, tantos años, recuerdo la fuerza con que me atraían aquellos espacios llenos de flores, de luz y de sol tibio, llenos de alegría y de vida. Sentía que me llamaban con un poder irresistible, una atracción que era tan natural, tan ancestral, como sólo podría sentirla una niña, un niño, de pocos años. Recuerdo también la pesadumbre con que seguía mi camino al tener que renunciar a aquel lugar donde yo sabía que sería feliz, al que intuía pertenecer, para entrar en el aula umbría donde no llegaba el perfume, ni el esplendoroso estallido de las flores, ni los pájaros.
Junto a la casa señorial de estilo alhambreño, toda pavimentada de mármol blanco, se situaba uno de los lugares más hermosos que mi memoria guarda.
Seguramente el efecto de la fantasía infantil jugó un importante papel en mi concepción de aquel recinto, que yo siempre tuve por mágico. Lo modelaba una primorosa glorieta de hierro forjado, en la que durante años se habían ido enredando las ramas de glicinias. A mediados de marzo todo se cubría de largos racimos de flores moradas, que pendían como una bóveda perfumada, tan perfecta y tan bella como ningún arquitecto pudiera nunca diseñar.
Debajo de ella, yo la contemplaba asombrada y extasiada, y pensaba que así había de ser la Gloria de la que nos hablaba sor Araceli.
Poco a poco la fisonomía del Carmen fue cambiando, a medida que las obras del colegio avanzaban. El camino que conducía a la casa de Julia, en la torrecita almenada que daba a la puerta de Vistillas, fue rellenado con tierra y cubierto de grava para habilitar el patio del recreo, y así sucumbieron, entre otras plantas, los fragantes macizos de celindas que embalsamaban el aire.
Para mi alegría, durante años se mantuvo el espléndido bosquecillo de bambú, apretado y casi inexpugnable, en el que me escondía después de la comida para leer libros de Enid Blyton, y donde con mi querida amiga y compañera de pupitre, Miriam, con espíritu aventurero, construíamos cabañas.
El nuevo edificio fue avanzando tanto que sólo quedó la fuente de los peces con los jardines aledaños, y la pérgola de los avellanos y los acantos que conducía a la puerta principal. También se perdieron las rojizas almenas que circundaban la finca, encubiertas por una extensa tapia hoy llena de grafitis.
Hace más de treinta años que cumplí mi anhelo de niña y hoy tengo un jardín. Es pequeño y recoleto, pero no hay un palmo de tierra que yo no cultive.
Hacer un jardín es un ejercicio de fe, es preciso tener paciencia, constancia e imaginación. Cuando en invierno arrastro, no sin esfuerzo, los sacos de mantillo, escardo y abono para enriquecer la tierra, sé que el trabajo me será devuelto en flores. Con mi mano planté los árboles que hoy me dan sombra y han crecido a la par que mis hijos. La mimosa, la albizia, el naranjo, el manzano, el hibiscus y la melia. Excepto el airoso y alto laurel que creció solo, nacido de alguna semilla que arrastró un pájaro hace mucho tiempo. Hoy anidan en él los mirlos, que corretean descarados dando saltitos por todas partes y que me hacen sonreír.
Mi jardín está lleno de pájaros, les doy agua y comida, y acuden jilgueros, lavanderitas, algún petirrojo que viene de Sierra Elvira y muchos gorriones. Desde hace tiempo, en un alero hay un nido de golondrinas. Se instalaron una pareja de tórtolas a las que a veces mis perros ladran y persiguen infructuosamente, nada grave. En ocasiones nos visita alguna elegante urraca que grazna escandalosa.
Mientras se hace un jardín, se va haciendo también el jardinero y, aunque confieso muchos errores, hoy ya sé bien qué necesitan mis plantas. He adquirido la costumbre de escudriñar los cielos, como un agricultor mínimo, ansiando la lluvia que no descarga el agua que tanto valoro y cuido, porque de ella depende la vida de mis flores.
He conseguido un espléndido macizo de hortensias que florecen cada año al amparo de la mimosa y los cipreses, protegidas del sol de verano. También precisan media sombra las camelias, las clematis y las regias peonías. Otras requieren extenderse al sol. Las rosas, los geranios, las margaritas, las verbenas y las magníficas buganvillas que llenan de color las paredes de mi casa; también los jazmines, de los que en verano hago cada mañana un ramillete para ponerlo junto a mi cama.
Hice mi glorieta de glicinias. No es comparable a la imponente del duque, pero suficiente para que, en marzo, cuando me siento bajo las dulces flores moradas, pueda vislumbrar, otra vez, la gloria de sor Araceli.
Desde que me jubilé, las mañanas de primavera son mías, y acudo libre y gozosa a la llamada del jardín. Voy celebrando despacio cada nuevo brote, cada nueva flor mientras el sol tibio calienta mi espalda.
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