La voz inútil
francisco javier sánchez Manzano
Martes, 2 de agosto 2022, 11:47
En la cafetería del hotel Continental se celebraba cada sábado una concurrida tertulia literaria en la que rara vez se hablaba de literatura. Aquel día, ... dos de sus miembros, David y Edgar, cansados del parloteo incesante, abandonaron la reunión y salieron a la calle. Como no agotaban la conversación, decidieron continuarla dando un paseo. Llegaron hasta los límites de la ciudad y se adentraron en el bosque. Hacía una mañana espléndida, aunque soplaba el viento fresco de principios de noviembre. Edgar se detuvo en cuanto notó el cálido abrigo del sol.
—Ha sido una labor dura, pero ahora veo que ha merecido la pena. Anoche recibí la llamada de mi editor. Mis lectores se cuentan por miles —dijo, sin disimular su orgullo.
—Un éxito merecido —mintió David—. Me pregunto si alguna vez obtendré yo el mismo reconocimiento.
—Por supuesto. Solo has de encontrar tu propia voz —contestó Edgar. Y mirando su muñeca, añadió—: He de irme, Irma me ha pedido ayuda para preparar un guiso de alubias. Al parecer, mis artes culinarias tampoco son despreciables.
Se despidieron. David, a quien nadie esperaba en casa, prefirió permanecer en el campo y dar un paseo para entrar en calor. Anduvo hasta un arroyo y se sentó cerca de la orilla. Pensó en las novelas de Edgar: superficiales, vacías, técnicamente pobres. Los personajes no estaban desarrollados y no subyacía en ellas mensaje alguno. David se guardaba mucho de comentarlo con nadie: acabaría con su amistad y, además, ¿no constituía el éxito una prueba más sólida que cualquier otra? La suerte de Edgar se debía, probablemente, a su astucia para procurarse contactos influyentes, los cuales le habían permitido publicar con editoriales de prestigio. Aun así, David no podía negar que sentía envidia por sus logros. Había llegado hasta donde él nunca llegaría.
Se encontraba absorto en estos pensamientos, casi hipnotizado por la corriente del arroyo, cuando notó un pinchazo en el muslo. Giró la cabeza y vio a su lado una lámpara vieja, semienterrada, que enseguida le recordó al cuento de Aladino. La sacó con algo de esfuerzo y la frotó con la manga de su chaqueta, sin esperar ningún resultado. De repente se oscureció el cielo, se instaló el ruido del silencio y surgió frente a él una densa niebla azulada que se fue transformando en un rostro. Un siniestro círculo algodonoso; los ojos enormes y una boca traviesa con forma de pez.
—Pide un deseo y se te concederá —dijo una voz atronadora.
El corazón de David latía con fuerza. Sin creer lo que le estaba sucediendo, barajó varias posibilidades. Podría haber elegido un camino fácil para obtener riqueza, pero su deseo era ser un gran escritor.
—Quiero convertirme en el mejor escritor del mundo.
—Así sea —dijo el rostro. Y desapareció.
Enseguida volvió la luz de la mañana, el zumbido de los insectos, el canto de los pájaros. David miró de nuevo la lámpara. Vieja, sucia, inofensiva. ¿Cómo imaginar que dentro de un objeto tan común hubiese otra cosa que aire rancio? Se le ocurrió que el rumor del agua lo había dejado adormilado durante unos segundos, aunque el sueño era tan real… No quiso darle más importancia a aquel extraño episodio. Se levantó y se marchó a casa. Sin embargo, mientras caminaba tuvo que admitir que algo había cambiado en su interior. Las ideas se sucedían una tras otra. Fluían en su mente frases brillantes, tramas originales y conclusiones a las que su yo anterior no habría llegado ni en un millón de años. Y sintió la necesidad de dejar por escrito tales iluminaciones.
Había encontrado, en efecto, su propia voz.
Durante un año entero apenas salió de casa. Se dedicó a escribir y corregir dos novelas hasta que quedó satisfecho con el resultado. Luego, convencido de la calidad de las obras, hizo diez copias de cada una y las envió a diez editoriales de gran reputación.
Pasados unos meses recibió una única respuesta. Decía así:
«Estimado señor:
Hemos leído con interés sus escritos. Nos ha parecido que posee usted una admirable capacidad narrativa; no obstante, sentimos comunicarle que sus novelas son demasiado densas y carecen de argumentos comerciales que las hagan apetecibles para el gran público. Una de ellas trata de dolor y redención, pero la penaliza su escasez de escenas sangrientas. La otra, a pesar de centrarse en el amor, no se interesa por un mínimo de contenido sexual. Tal vez hace años habríamos editado alguno de sus textos, pero en este momento ninguno de ellos encaja en nuestra línea editorial. En cualquier caso, le felicitamos por su innegable talento y le animamos a que continúe...».
David hizo una pelota con la hoja y la arrojó a la papelera.
No lejos de allí, Edgar, que se había ido separando de su amigo para rodearse de gente más maleable, seguía cosechando éxitos y excelentes críticas en la prensa. Sus libros se vendían mejor que nunca y no tardó en ganar el premio literario más prestigioso del país.
David murió poco después. Nadie supo jamás la causa. Lo encontraron sentado en una silla, mirando hacia el infinito, sin ver nada. Edgar no acudió al entierro: estaba de viaje, promocionando su novela.
Los manuscritos originales de David fueron tesoros despreciados que permanecieron muchos años en el cajón de un viejo escritorio. Un día, el inquilino que ocupaba la casa en la que una vez se escribieron dos joyas de la literatura, los encontró y los usó para avivar el fuego de la chimenea.
Aquel fue, sin duda, un invierno muy frío.
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