Intrusos
josé antonio berenguer berenguer
Viernes, 22 de julio 2022, 00:35
Noté que se abría la puerta y se cerraba. No fue porque entrara un halo de luz en la oscuridad de la noche, ni porque ... escuchara el chirrido cuando la puerta se encontraba en un ángulo entre 20 y 35 grados. Tan solo sentí que una leve ráfaga de aire frío y seco me recorrió durante tres segundos acariciándome los pies que asomaban por fuera de la manta.
No quise abrir los ojos, pero supe que estaba allí. Observándome en la oscuridad, mirándome sin verme. Yo no lo veía, pero intuía su respiración. Pensé inmediatamente después en encender la luz, gritar y coger la lámpara de la mesita y estampársela donde pudiera. Inexplicablemente no pude. Abrí los ojos, pero la oscuridad lo llenaba todo y era incapaz de detectar ni siquiera una silueta.
Entonces supe que era ella. Había venido a cobrar lo que le debía. Las noches de insomnio, las lágrimas que ella derramó me vendrían de vuelta. Que la ruptura hubiera sido cordial no quitaba el dolor que pasó cuando se enteró de mi infidelidad. Sentía el peso de su dolor, la rabia contenida y la necesidad de hacerme sufrir de la forma que fuera. No tenía nada que ofrecerle salvo mi ansiedad ante la situación y unas pulsaciones desaforadas ante la posibilidad de una venganza violenta después de tantos años.
Inspiré profundamente llenando el vientre de aire, como me decía mi profesor de yoga que tenía que hacer cuando estuviera nervioso. Conseguí bajar los latidos del corazón y fui consciente que no era ella.
Era mi padre, había venido a despedirse, a decirme que se moría y que quería verme por última vez. Desde que entró en la espiral alcohólica dejé de hablar con él y llevaba al menos ocho años sin verlo. Me querría decir que lo sentía, que me quería y que el hígado ya no le aguantaba más. Deseaba abrazarlo, pero supe que tras ese primer abrazo emotivo no iba a saber cómo explicarle mi abandono, cómo ir más allá de la falta de fuerzas para asumir acompañarlo sin juzgarle, cómo explicarle que decidí quererle con condiciones.
Mantuve los ojos cerrados, haciéndome el dormido, como cuando me quería despertar después de una noche de farra. Él sabía perfectamente que no estaba dormido, yo sabía que él lo sabía y jugábamos a ese juego. Lo hice igual, sabiendo que yo no volvería a verlo vivo y él no estaría fingiendo.
De pronto la idea me pareció estúpida. Ni mi padre tenía las llaves ni tenía la más mínima forma física para colarse por el balcón. Miré hacia la ventana y aunque la persiana estaba entreabierta no había un halo de luz que me hiciera intuir ninguna silueta. La Luna Nueva. Sin embargo, esa presencia estaba ahí y cada vez me daba más miedo descubrir quién era.
Últimamente ha habido muchos robos en el barrio. Los asaltantes entran, maniatan a los que están en la casa y si se resisten le dan una paliza de las que se quedan marcadas para el resto de su vida. Una pobre mujer recibió golpes brutales con una cizalla en la cabeza y le dieron unos navajazos que la tuvieron a punto de morir y la llevaron al hospital durante un mes.
Puede ser que si es solo uno pudiera con él. Que nos enzarzáramos en una lucha y consiguiera atenazarlo, pero puede ser que me infligiera torturas y dolores que no quiero sufrir. El miedo al dolor es superior al miedo a la muerte.
Sentía la frialdad de un cuchillo enorme con dientes de sierra con el que penetraría mi estómago, el martillo con el que golpearía mi cabeza y hasta sus manos estrangulando mi cuello sin yo poder hacer nada. Un ¿hay alguien ahí?, un encender las luces, un levantarme para poner fin a aquella angustia hubiera sido suficiente y acabar con esta noche infernal, pero un peso en el pecho, una mordaza en la boca y unas cuerdas en todo el cuerpo me ataban a la cama.
No era lógico todo ese pensamiento, no había ningún ladrón, ni estaba siendo protagonista de ningún 'thriller' de serie b. Pero alguien seguía allí, y yo ya no era capaz de pensar con claridad. Natalia, reprochándome mis ausencias y que los dejara tirados desde los 4 años, aquel chico que despedí sin más razón que no soportaba su voz, Juan desde su desesperación por haber dejado la empresa sin fondos y hasta aquel indigente que me maldijo por la calle cuando le negué un cigarro. Cualquiera de ellos podía estar allí; sin embargo, ninguno estaba.
La luz, con pequeños rayos que asomaban por los huecos de las persianas, fue apareciendo y con ella desaparecían todos los posibles intrusos de mi habitación. Esta noche volverán.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión