El hombre maletín
Juan Francisco Aceña Caballero
Domingo, 4 de agosto 2024, 23:29
Aquel extraño personaje, vagabundo, callejero, había sido importante en su vida social, ocupando, incluso, cargos de alto nivel; pero actualmente, jubilado y con mucha edad, ... era un ser anodino y solitario del que nadie se acordaba; por eso, quizás como compensación de tal carencia, llevaba siempre consigo un maletín lleno con sus títulos y méritos, así como reportajes de prensa con sus fotografías. El maletín era su única compañía y ocasionalmente, alguna persona que caía en la trampa de su conversación, alternando en bares o restaurantes, a quien invitaba para retenerla más tiempo, teniendo que soportar la víctima de turno un monólogo interminable, durante el cual sólo hablaba de su glorioso pasado, mostrando al mismo tiempo el contenido del maletín como testimonio, ante la compasiva condescendencia de su resignado oyente.
Tuve la oportunidad de conocerle porque, al ser mi vecino, me cogió de víctima en varias ocasiones, por lo que procuraba eludirle en la medida de lo posible. Cierto día le vi venir desde lejos y pensé volver sobre mis pasos, pero no lo hice porque me llamó la atención el ver que iba sin maletín. Tal circunstancia era sorprendente y por eso fui a su encuentro para saber el motivo de dicha novedad. Pensé que había superado su excesiva vanidad senil. Cuando nos saludamos observé que tenía el rostro demacrado, expresando profunda tristeza. Me explicó que hacía tiempo, al salir de un bar, se olvidó el maletín en su interior y cuando volvió para recuperarlo, había desaparecido. Al denunciar la pérdida a la policía, creyeron tranquilizarle diciendo que, por no tener nada de valor, quien se lo llevó terminaría tirándolo a un bidón de basura, acabando seguramente en algún vertedero.
Como consecuencia salió de la comisaría completamente deprimido. ¡Su maletín pudriéndose en el vertedero! Solo el pensarlo era escandaloso. Tal pesadilla era imposible que le estuviera pasando a él, que había estado en el pináculo de la fama social. No obstante, consideró necesario sacrificarse por su maletín y se dirigió al servicio municipal de limpieza por si lo habían visto o lo encontraban. También dedicó su tiempo a buscar en los bidones de basura y vertederos, haciendo compañía a pordioseros y mendigos, quienes se sorprendían y molestaban porque un señor tan elegante les hiciera la competencia; incluso cuando les explicaba la razón de tal conducta le tomaban por un viejo chiflado, a pesar de prometer una recompensa a quien encontrara el maletín. A mí también me ofreció dinero si le ayudaba en su labor y, aunque no acepté el ofrecimiento, le prometí acompañarle algún día, más que nada por el espectáculo de ver a una persona tan soberbia rebuscando entre las basuras.
Un buen día recibió el aviso de que encontraron en un vertedero un maletín de similares características al desaparecido. Entonces le acompañé para ayudarle en la recuperación de su tesoro. Cuando llegamos al lugar de referencia, después de comprobar que era el suyo, su alegría se trocó en decepción; el maletín estaba vacío y su contenido se encontraba esparcido por la montaña de basuras, revoloteando de aquí para allá en alas de un viento caprichoso. Mi amigo se lanzó como un loco detrás de unos y otros papeles sin lograr coger ninguno, como si se estuvieran burlando de él, de su baile grotesco por recuperar su pasado de gloria entre las basuras presentes.
Por mi parte, tomé la recogida con tranquilidad, iniciando con cierta parsimonia el recorrido por el infame montículo, concentrando la atención en aquellos restos que por su situación eran menos vulnerables a dejarse llevar por el viento; pensando, además, que, siendo imposible devolver todo su contenido al maletín, dadas las circunstancias, mejor sería conformarse con algún documento como recuerdo de los demás; lo difícil era convencer a su dueño de tal propuesta. Así fue como, al cabo de cierto tiempo, me llamó la atención un cartón que, por estar doblado en su escondrijo, era respetado por el viento; sin embargo, destacaba del entorno por sus dibujos infantiles con variedad de intensos colores. Lo tomé para mirarlo: se trataba del trabajo realizado para un concurso de dibujos, convocado en un colegio hacía muchos años. Era un primer premio. Estuve a punto de tirarlo a la basura cuando vi el nombre de mi amigo. Seguramente se trataba del primer galardón de todos los que había tenido durante su vida. Le llamé para decírselo, pero era imposible, pues seguía dando saltos entre un enjambre de insectos y detrás de sus papeles burlones.
Terminé por acercarme y se lo enseñé. Sorprendentemente, se quedó paralizado al verlo. Le dio por llorar, abrazándome. Ante el efecto emocional que aquel pequeño cartel infantil le había provocado, aproveché la ocasión para convencerle de que los demás méritos no merecían la pena, pues aquel era el primero de todos y, por lo tanto, el más valioso. Convencido y emocionado por fin, se guardó el dibujo junto al corazón, olvidando el maletín y sus papeles, que al marcharnos de allí cayeron sobre la basura, pues el viento, curiosamente, había amainado. Por el camino de vuelta rematé la faena diciéndole que si el pasado era bello, mucho más hermoso lo era no ser esclavo de tal pasado, sino sentirse libre para hacer al futuro superior en belleza a lo anterior. A partir de entonces, el tesoro muerto del maletín se convirtió en el tesoro vivo de la libertad: la de él y la de sus papeles, que ahora tenían más posibilidad de conocerse al ser ondeados por el viento.
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