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Cristóbal Tirado García
Martes, 25 de julio 2023, 00:06
La foto es demasiado típica para ser buena. Estará impresa en blanco y negro. Habrá en ella once personas, ocho de las cuales se agolpan ... en la mitad derecha, mientras que las otras tres esperan el flash con suficiente sitio para pensar en la mitad izquierda.
Empezando por la izquierda hay un hombre robusto, calvo, de barba blanca y jersey de cuello alto de un color casi blanco que antes fue celeste o amarillo. En la mano derecha una copa mediada de balón y un puro entre los dedos índice y corazón, la mano izquierda en el bolsillo del pantalón gris o marrón desgastado. Sonríe, no con la boca, sino con los ojos. A su lado, un hombre mayor, sentado en una silla de enea de patas recortadas, con abundante cabello canoso y vestimenta tópica con rebeca abotonada y pantalones de pana verdosos. El gesto impávido y a la vez un destello de sorpresa o duda, no mira al objetivo, sino al fotógrafo; la diferencia es difícilmente perceptible. Junto a él, una mujer rubia se aferra con todas sus fuerzas al brazo de otra que ya pertenece geométricamente al nutrido grupo de fotografiados de la mitad derecha. Mal que le pese, el extraño meridiano cero de la fotografía la cortó por la mitad pobre del papel. La mirada es angosta y desprende incomodidad, transpira un intento de apelar al fotógrafo para que espere mientras ella va al interior de la casa a por un abrigo con la esperanza de encontrar la composición deshecha al regresar al espacio fotográfico y poder reubicarse con más suerte.
Sin tiempo para cambiar una palabra, el fogonazo sorprende. El fotógrafo toma la bombilla quemada y la rompe contra el suelo para inmortalizar de forma simbólica el retrato conjunto. Mientras que el hombre gordo y el anciano permanecen apenas un ápice distintos, los demás se dispersan pronto, tanto los amotinados en la mitad superpoblada como la incómoda rubia. El fotógrafo avisa de que la próxima foto la realizará en el interior para que no salga el cabello revuelto de ninguna señora y no haya ninguna hoja de árbol que en su caída se interponga frente al objetivo y afee el resultado final.
Ángela y Daniela se despiden, la reunión estaba en parte dedicada a ellas. Se van a Argentina, ya tenían el local para la librería comprado, que llevaría el nombre del primer poema que escribieron de forma conjunta, 'Desmemorias', poema que, por lo demás, no fue sino un torpe plagio no muy bien camuflado. Entre formalidades se cobijan en el salón, donde los restos de comida y cigarro ya no humean, pero apestan. María y Ferrer reciben las últimas felicitaciones por su inminente boda y Agustín finalmente decide no contar nada sobre su enfermedad, ya escribirá una carta. Germán promete enviar la foto lo más pronto posible a todos en cuanto la revele. Con la polvareda de los primeros coches abandonando la casa por el camino de pizarra y arcilla, Germán vuelve la vista. La estructura octogonal de la casa hace que casi desde todos los ángulos de fuera se vea el patio interior, en realidad un atrio.
En el atrio el hombre gordo y el anciano conversan con poquísimas palabras sobre algo que Germán, hijo del viejo, querría oír. Mientras se vuelve para alcanzar la casa y escuchar qué se dicen, un brazo lo reclama, de nuevo otra despedida y Agustín que promete que va a contarle algo muy pronto. Por el rabillo del ojo ve al hombre grueso del patio acercarse tímidamente a la cámara, que permanece en el mismo sitio y enfocada, pero sin flash, sobre el trípode. El anciano se coloca de pie detrás de la silla y la agarra por el respaldo mientras dice algo que Germán cada vez más desea escuchar. El gordo toca la cámara con la extrañeza de quien examina el cadáver de un animal hasta ahora desconocido. Desde la relativa lejanía, Germán los mira intentando detener el momento y llegar a tiempo para escuchar los últimos coletazos de la conversación.
Se han ido todos menos Amalia (esposa del gordo, llamado José), que se agarra al brazo de Germán mientras vuelven hacia la casa con los ojos enrojecidos por la nostalgia anticipada de la partida. Germán acaba de despedir a sus amigos más íntimos por una larga temporada, pero es incapaz de concentrarse en ellos. Con la mirada absorta, entra en la casa y pregunta desvaído a José si ha disparado una foto en el patio. José se disculpa por haberlo hecho y añade que ni siquiera es necesario que la revele porque no tenían flash y la luz no era la necesaria. Germán le tranquiliza diciendo que no la revelará, pero quiere saber qué estaba enfocando la foto y José se encoge de hombros buscando al anciano en el patio, pero ya no está.
Junto al sonido a lo lejos del claxon de los coches saliendo de la finca, Germán termina de recoger la cámara y guarda la silla en el interior del salón. Allí sentado espera durante un largo rato, ausente, perforando con las pupilas vacías la pared, que al fin y al cabo no resulta ser tan indestructible. El padre aparece mucho después y también se sienta en silencio, intentando buscar el mismo punto de fuga que el hijo.
–Era la única manera. De otro modo no habría podido hacerlo, hijo, no me habrías dejado —le dice en voz muy baja, sin apartar la mirada de la pared.
El hijo mira al padre y le interroga con los ojos, no quiere creerse todavía la traición sufrida, espera una última vez que el padre le explique por qué ha tomado la decisión en solitario, pero el anciano no se inmuta. El silencio les deja ciegos. Los dos saben que la maquinaria ha empezado. Germán mira a su padre, luego mira al suelo, apoya los codos en las rodillas y se cubre la cara parcialmente con las manos.
–No hay vuelta atrás.
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