No hables con extraños
Diego de Callejón Fernández
Viernes, 29 de agosto 2025, 23:15
La sala Armonía Eterna del moderno tanatorio había quedado vacía, solo permanecíamos Juan, de cuerpo presente, y yo. Los amigos y familiares habían ido desapareciendo, ... tragados lentamente como los granos de un reloj de arena. Todos se habían despedido murmurándome al oído las trilladas frases de consuelo que se suelen decir en estas ocasiones. En realidad, si hubiesen sido capaces de escuchar mis pensamientos, se les habrían borrado esas ridículas caras de congoja.
–Sí, una bellísima persona, integro… ¡Ah, pero qué miserable vida me diste y qué calzonazos eras! Años y años aguantándote, te soportaba, porque no tenía dinero para irme. ¿Sabes a quién he envidiado todos estos años? A todas esas separadas felices, que se pavoneaban con sus nuevos amantes, jóvenes o ricos, elegidos en cualquier aplicación de contactos, como si se tratara de un muestrario de moquetas... Recuerdo cuando Charo, la culona, me enseñó cómo funcionaba lo de las citas en el móvil: ¿Todos esos hombres estaban disponibles? Y yo perdiendo el tiempo contigo...
Quizás ahora que has muerto podría volver a vivir. Pero no, ¿dónde voy con este pecho caído de tanto amamantar a tus hijos y las piernas varicosas de agacharme a limpiar tus mierdas? Con lo que yo era de jovencita y tuve que elegir a un imbécil. ¡Qué tonta fui, fijarme en un flojo, un muerto de hambre en realidad!
Por instantes sentí ganas de huir de aquel teatro, abandonar el cadáver a su suerte y celebrarlo con unas cervezas con la Charo, pero la arpía de la madre de Juan estaba de camino desde el pueblo y bien pudiera aparecer de madrugada. ¡Menuda me liaría si no me encuentra aquí, velándole!
En esos pensamientos me entretenía cuando volví a ver a aquel hombre. Era un caballero atractivo, maduro. Su camisa entallada, de marca, me sugería un buen cuerpo, que yo entiendo de ropa y de hombres. Le recordaba de la cafetería, había estado observándome con cierto descaro. Me había propuesto evitar sus miradas, porque yo soy una señora; sin embargo, tenía algo magnético en los ojos, se notaba que era un hombre rico, con mucho mundo, no había más que ver sus zapatos, italianos, de calidad.
Cruzó la cristalera de la sala directamente hacia la puerta, apenas tuve tiempo de arreglarme un poco el pelo y desabrocharme un botón de la blusa, antes de que asomase la cabeza.
–Eres Alicia, ¿verdad?
–Sí –dije, simulando ahogo en la voz–. ¿Eras amigo de Juan?
–Hum... Le conocía bien, sí.
Se acercó con paso decidido. Reconozco que me encantó que no prestase atención al difunto, mantenía la mirada en mis ojos, ni siquiera echó un vistazo a mi escote. Sentí mucho morbo al coquetear con un hombre, estando el cuerpo de Juan aún expuesto, a nuestro lado.
–¿Trabajas también en el taxi?
–No, no –sonrió–. Me dedico a asesorar proveedores y a la gestión de cobros. Algunas veces, incluso firmo contratos de cierta importancia. Pero, ¡qué aburrido!, hablemos de ti. He estado deleitándome con tu bella boca, había apostado a que tan perfecta garganta sólo podía emitir una voz de soprano lírica, como así es, en efecto.
Tragué saliva.
–Ah, entonces a los negocios... ¿Eres un consultor? –le dije, intentando desviar su conversación, que era incendiaria.
Me regaló una sonrisa enigmática y comenzó a hablar de sus últimos viajes a exóticos países para cobrar deudas. Su voz me hipnotizaba, me encantaba su barba afilada y sus cuidadas manos. Intenté recordar si llevaba mis bragas de encaje o las de faja, porque comencé a sentir alucinaciones donde me imaginaba haciendo el amor sobre el féretro con aquel desconocido.
«La Charo va a flipar cuando se lo cuente», pensé. Él estuvo hablando durante largo tiempo. A veces me acariciaba el brazo, con delicadeza; otras, tomaba mi pelo y lo olía. No sé cómo se lo consentía, me tenía hechizada. Su barba era de una armonía perfecta, incluso sus canas parecían surgir simétricamente. Tan sólo un lunar con forma de llama en su cuello, de un rojo intenso, rompía la armonía de su ser.
–Tengo otros lunares debajo de la ropa –me susurró con su sonrisa pícara, leyéndome el pensamiento. Volvieron mis imaginaciones eróticas, empecé a pensar en sus otros lunares.
–Me parece que te conozco de toda la vida –acerté a decir.
–Es cierto, he de confesar que he estado sobre tu precioso hombro muchas veces. Fui yo quien te aconsejó que distrajeses las joyas de tu abuela mientras agonizaba en el hospital. ¿No te acuerdas? ¿Tampoco recuerdas mis susurros inspiradores, cuando te animaba para que malmetieses con inquina acerca de todos los que te rodeaban? ¿No lo recuerdas? ¡Cuán desagradecidas sois las mujeres!
Le miré ofendida, sus ojos habían adquirido una forma extraña, como caprina
–¿Qué tonterías son esas? ¿Qué eres? ¿El jodido cura del tanatorio?
–No, no. Diría que, todo lo contrario. Me conocen bajo muchos nombres: Belial, Samael, Mefistófeles... ¿o quizás prefieras Luzbel? Aunque por estas tierras me llaman «el ángel caído», o algo así.
–¿Eres Satanás? –pregunté con un hilo de voz
–Así también me llaman, guapa.
Entré en pánico, até cabos en un segundo. Efectivamente, aquellas extrañas uñas, las pupilas de cabra, esa actitud seductora... Era Satán en persona, tuve esa certeza.
–Entonces, ¿has venido a por el alma del pobre Juan?
No me contestó de inmediato, aún jugueteó unos interminables segundos con los botones de mi blusa. Luego, se acercó a mi oído y me susurró:
–En realidad, he venido a por ti, encanto, tu alma me gusta más.
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