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José Manuel Puerta Sánchez
Jueves, 3 de agosto 2023, 00:01
Estaba encajado, era evidente. No podía avanzar ni retroceder. ¿Había sido una buena idea?
Realmente, ya no importaba si lo era o no, sino salir ... de allí, fuera como fuese…
El camino de aquella gruta siempre estuvo, de algún modo, presente en su vida. Era una continua duda que, como las sombras de un atardecer, fue creciendo en él conforme el sol declinaba. Una puerta a lo desconocido, un sendero que antes o después tendría que recorrer.
Su existencia había sido plena. Tuvo siempre todo cuanto necesitó, y la fortuna de saberse inmensamente amado, principalmente por aquella que más importante era para él. Y, sin embargo, llegó un momento en que su plácido hogar ya no fue suficiente. El que otrora fuese un acogedor espacio, su remanso de paz, había tornado en claustrofóbica prisión. Una tormenta de encontrados sentimientos le golpeaba. En el fondo de su ser, intuía que encarar la senda de la gruta era tomar un camino sin retorno. Le asustaba. Y, además, había sido hasta ahora muy feliz en su casa, el lugar donde se hallaba todo cuanto había querido.
Como en una antigua balanza, el brazo de permanecer en el hogar siempre tuvo mayor peso, inclinando la decisión a quedarse. Pero el brazo que sopesaba la opción de la gruta comenzó a tener día a día más carga, hasta que ambos brazos estuvieron equilibrados en las últimas semanas. Y, al fin, un día despertó sintiendo que ya no podía más. Aquellas paredes que antes le llenaban, le saciaban, ahora le oprimían y ahogaban. Tenía que salir, aprender otra forma de respirar, otro modo de vivir y ser de nuevo libre, aunque ello supusiera dejar atrás la seguridad de lo conocido. Así la balanza cedió en su equilibrio, cayendo del lado de la gruta. Sin llevar nada consigo, pues todo debía quedar atrás, emprendió el camino.
Tal y como había imaginado, nada fue sencillo. Ni siquiera al principio. Avanzaba por recovecos cada vez más estrechos, sin luz. Al menos tenía la certeza de no errar el camino, pues no existía bifurcación alguna. Sólo había una ruta, siempre adelante. Sentía que su avance era muy lento, y comenzó a albergar la idea de no lograrlo, de quedarse encerrado en aquella gruta para siempre. Estaba inmerso en estos pensamientos cuando se quedó totalmente encajado. La desesperación comenzó a inundarle, y el corazón le palpitaba cada vez con más fuerza. No lo iba a conseguir, era el fin. Las fuerzas le abandonaban…
Y entonces las escuchó. Eran voces. ¡Eran voces! Alguien estaba hablando al otro lado. Pero, ¿cómo era posible? Nadie sabía que había dejado su hogar. No avisó a nadie de que se encaminaba a la gruta. Y pese a ello no tuvo dudas; le estaban esperando.
Con las fuerzas que le quedaban hizo un pequeño giro, y notó que se desencajaba. Era como si el viento soplase ahora a su favor; otra vez avanzaba, y llegó a sentir que la propia gruta le ayudaba a hacerlo. Comenzó a ver luz; había una apertura. Las voces eran más nítidas, y unas manos le ayudaron al fin a salir. La claridad era cegadora, y el espacio que ante él aparecía, inmenso. Un nuevo horizonte se abría ante él. Respiró con fuerza, el aire llenó sus pulmones. Se sintió lleno de vida. Y con toda la fuerza de su alma, con un fuerte y potente grito que retumbó en los oídos de todos los presentes, lloró. Un llanto lleno de rabia, de fuerza, y de emoción. Todo comenzaba de nuevo.
–Enhorabuena, señora. Ha tenido usted un niño. Un precioso, sano y fuerte niño.
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