El firmamento
matías gómez carreras
Miércoles, 27 de julio 2022, 00:43
Sobre las cinco de la tarde, se encontraba Antonio encorvado sobre su vergel. De vez en cuando se incorporaba para dar tregua y descanso a ... su cansada espalda; se llevaba las manos a la cintura y, de soslayo, veía con preocupación unos gruesos nubarrones que se habían formado sobre el Aznaitín.
La huerta de Antonio era pequeña: un par de cuadrados irregulares, entre el río y la carretera del santuario, un pequeño cortijo de una sola estancia y un chozo para los animales.
La tarde era calurosa y clara en todas direcciones, salvo los nubarrones del oeste, heraldos de tormenta.
Catalina ayudaba a su marido siempre que se lo permitía la crianza de su pequeño hijo de dieciocho meses. En el verano, la familia se trasladaba desde el pueblo a la huerta del río para criar el vergel, su fuente de subsistencia. La vivienda era precaria pero suficiente para la modesta familia que, además de las estancias descritas, contaba en las agradables noches de verano, con el amparo y el refugio que les ofrecía una bóveda celeste preñada de constelaciones y de estrellas. Antonio, sentado en la silla de anea, en el llano de su cortijo, después de cenar, describía a Catalina los principales astros del cielo y contaba que el firmamento, al igual que las huertas del río, estaba dividido en parcelas perfectamente delimitadas. Algunas de las parcelas más conocidas eran el Carro de Santiago y la Osa Menor. Catalina escuchaba a su esposo absorta mientras amamantaba al bebé, que también parecía estar interesado en aquellos fantásticos relatos, pues, al propio tiempo que chupaba con fuerza el pezón de su madre, escrutaba el firmamento con dos bellos ojos negros, completamente redondos y brillantes, que sombreaban unas largas pestañas.
Como toda la gente del campo, Antonio sabía leer en el cielo y la evolución de las nubes y de los frentes, eran para él signos evidentes de tormenta.
Aquella tarde esos amenazadores nubarrones, que no paraban de extenderse, le tenían especialmente preocupado, porque parecían signos evidentes de una gran nube. Como en tantas otras ocasiones, Antonio convocó en el llano del cortijo a Catalina y le propuso que tomase al bebé entre sus brazos y se marchasen al pueblo, en previsión de que la tormenta descargase con furia.
Catalina no lo dudó, sabedora y conocedora de la capacidad de su marido para interpretar los signos y las señales del cielo. Sin perder un instante, tomó al pequeño entre sus brazos, envuelto en un chal de lana blanco, y se puso en camino.
La tarde luminosa se había tornado gris en un instante. Antes de que Catalina alcanzase la carretera, un fogonazo iluminó la tarde oscura y a continuación varios truenos resonaron amplificados detrás de la sierra. Catalina se santiguó y estrechó al bebé entre sus brazos.
En pocos momentos alcanzó la carretera y atravesó el puente sobre el arroyo. Unas gruesas gotas comenzaron a estamparse en el suelo. El bebé, asustado por el abundante aparato eléctrico, comenzó a llorar y Catalina le ofreció su pecho para tranquilizarlo. La oscuridad de la tormenta había precipitado la noche sobre el río y solo los rayos intermitentes iluminaban con claridad el sendero que Catalina se apresuró a tomar. El pañuelo que envolvía su pelo negro se deslizó hacia la espalda en una de las violentas rachas y sus cabellos quedaron expuestos al viento y a la lluvia.
Empapada, Catalina logró coronar la cuesta, a la altura de la casería. Pensó dirigirse hacia allí para buscar cobijo, pero el ambiente desolado del lugar la animó a seguir camino al pueblo, enfilando el paraje del Hoyo Negra, un lugar embrujado y acaso el peor para encontrarse allí a aquellas horas y en tales circunstancias. Mas Catalina no se arredró y, sin dejar de mirar al frente para no perder el rumbo, pensó que pronto adivinaría las primeras casas.
La tormenta había virado de oeste a este y descargaba con furia sobre huertas y olivares. Los fogonazos intermitentes del rayo eran correspondidos con precisión por enormes truenos que recorrían la bóveda celeste. Y entonces Catalina se acordaba de cuando era niña y su madre le decía que los truenos se producían porque en el cielo los ángeles estaban de mudanza y arrastraban sillas y mesas. También de cómo se protegía debajo de su cama porque allí la tormenta, que siempre la perseguía en sus sueños, no la encontraría.
La lluvia arreciaba y formaba charcos y barro en sus pies; la pendiente del camino y la virulencia de la tormenta propiciaban la formación de regueros de agua que cubrían sus tobillos. Ella procuraba abstraerse del entorno fijando sus pensamientos en esos recuerdos de la niñez y en las palabras dulces de su madre que parecían acariciar sus oídos, golpeados ahora por la lluvia. Entre tanto, la tormenta parecía haberse detenido sobre su cabeza y la del bebé; una sucesión de rayos que caían como espadas y se perdían en la oscuridad de los olivares, y varias ráfagas violentas de aire zarandearon la frágil figura de Catalina y dieron con ella de bruces en el suelo embarrado. El bebé, que se mantenía aislado y seco entre su chal de lana blanco y el pecho de su madre, estalló en un llanto desgarrador, presa del pánico. Catalina se incorporó a duras penas, arropó de nuevo al bebé, acariciándolo contra su pecho para tranquilizarlo, y reanudó su marcha.
El viento arreció de forma repentina y brusca y un gran resplandor iluminó el entorno como si se tratase de un mediodía soleado y fugaz. Catalina sintió un fuerte estremecimiento que recorrió todo su cuerpo, sometiéndolo a una presión brutal; sus mandíbulas se cerraron violentamente hasta el paroxismo y después todo quedó en completo silencio. En breves instantes, notó cómo sus músculos se fueron relajando hasta desfallecer. Desde muy lejos, durante una centésima de segundo, pudo escuchar todavía un fuerte estruendo de truenos y el llanto lejano de un bebé. Después tuvo tiempo aún de contemplar a una niña menuda y temerosa, bajo la cama, antes de adentrarse en el silencio y en la nada.
En la huerta del río de Cuadros, Antonio sintió un fuerte escalofrío cuando una chispa encendió la noche y los truenos resonaron con furia en el firmamento. El carro de Santiago había embarrancado.
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