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'Romeo y Julieta', un cuadro de Ingres en el Generalife
Una escenografía que se arriesgó a ocultar en parte los cipreses y un vestuario novedoso marcan la actuación de Les Ballets de Monte Carlo en el Festival
Los montajes de ballet –e incluso las óperas, en el pasado– que han hecho parada en el Generalife tuvieron desde siempre cierta precaución a la ... hora de encajar sus escenografías, teniendo en cuenta el mágico movimiento provocado por el viento en los cipreses que sirven como fondo de escenario al teatro del recinto. Anoche, Les Ballets de Monte Carlo trajeron a Granada una escenografía que de los cipreses dejaba sólo las copas, en beneficio de cinco paneles–espacios–pantalla que se movían libremente por el escenario creando una modularidad de espacios sin la que, justo es decirlo, habría sido imposible entender la carga dramática de la 'Romeo y Julieta' que la compañía dirigida por Jean-Christophe Maillot ofreció al público. Los monegascos se han convertido en los últimos años en una apuesta segura, y anoche volvieron a ganarse el derecho a volver cuantas veces quieran.
Estéticamente, la apuesta era arriesgada. Lejos de los clásicos vestidos de ballet, casi parecía que estuviéramos contemplando un cuadro de Dominique Ingres. Los trajes largos siempre limitan el movimiento de las bailarinas, y más si van aderezados con telas que semejan chales y otros complementos. Pero no hubo centímetro de tela capaz de ocultar la extraordinaria versatilidad y calidad de este montaje, rabiosamente moderno, copiando el concepto, perfectamente plasmado en la propuesta, del odio cerval entre los dos clanes protagonistas.
Una coreografía aún joven
Han pasado prácticamente 30 años desde el estreno de la coreografía de Jean-Christophe Maillot. Se han ofrecido más de 400 representaciones. Es uno de los títulos más longevos en el repertorio de la compañía. Teniendo en cuenta que se siguen reponiendo –afortunadamente– las coreografías de Petipa, esta interpretación de la obra de Shakespeare con música de Prokofiev acaba casi de nacer. Y sin embargo, tiene todas las trazas de convertirse, cuando transcurran otros 30 años u otros 60, en una obra de absoluta referencia. Y hay sobradas razones para ello.
Primero, el genial aprovechamiento de la luz, no lastrada por el rebote de objetos de atrezzo que a veces estorban más que ayudan. La perfecta división entre escenas jocosas –alguna provocó la sonrisa indisimulada en el público– y las dramáticas sólo dependía de un cambio de pantone. Las elevaciones de la rampa de entrada y mutis, cual si fuera el falso balcón de Julieta pasto de los turistas en Verona, prestaron la necesaria trascendencia a escenas como esa donde la luz que entra por la ventana es el oriente, y Julieta es el sol. Luego, la igualmente rabiosa modernidad del concepto, mucho más adaptado a un tiempo, el actual, en el que, como decía la canción, de amor nadie se muere. Romeo, además de un niño pijo que no tiene muy claro qué hacer con su vida al que el amor golpea con una fuerza mortal, es un ser humano atrapado en su propio destino, muy bien explicado en los diversos incisos que jalonan la visión estética de Maillot.
Y finalmente –qué diablos– porque el público, aunque sabe –o eso queremos pensar, a estas alturas, aunque no lo tengamos claro– cómo acaba la historia, ve pasar ante sus ojos un amor casi de película de Hollywood. Y el amor siempre nos enternece.
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