El Generalife sueña con puntas y tutú
Andrés Molinari
Domingo, 16 de junio 2024, 11:45
Llegó el ballet más clásico al bosquecillo de cipreses, hogaño habitado por luciérnagas de leds. La Compañía Nacional de Danza, que dirige Joaquín de Luz, ... visitó el Generalife. Y los destellos de su buen quehacer fueron parejos con los sonoros aplausos del final. Teatro lleno, ballet de puntas y tul entreveradas con danzas escocesas de cuadros pardos y boinas con pompón, satisfacción por un trabajo luminoso, pulcro y depurado. Era «La Sílfide», quintaesencia del repertorio romántico, para que el Festival, que este año se escora en lo danzante hacia lo flamenco y la modernidad, pueda también satisfacer, al menos una noche, a los amantes del ballet clásico de toda la vida.
Y de vida iba el argumento. Vida y muerte, alegría y dolor en una pieza plausible por su brevedad y concisión. No hacen falta más minutos para que Yaman Kelemet nos seduzca con su delicadísima interpretación de la Sílfide y Yanier Gómez nos prenda con su ágil vuelo de James. Arropados por Martina Guiffrida como la novia plantada y Jorge Palacios como el amigo algo zangolotino. Un par de temblores al plasmar aquellos una estatuaria y un giro doble del protagonista no del todo conseguido en nada grisean el vívido color con que pintan sus dúos y cuartetos. Para el lucimiento coral queda el deslumbrante final del primer acto, donde asombra más si cabe el rico vestuario, y el comienzo del segundo, con esa bruja batiendo su potingue verde y sus malignas murcielagueando, al estilo Disney, como acertadamente me señaló Mercedes.
Puntas perfectamente ejecutadas mientras las puntas alteras de los cipreses veían volar el cuerpo de ella, amortajado de flores, camino de la luna añorante de su otra mitad. Coordinación sin distracciones y ademanes precisos para comprender el argumento.
La Sílfide es una de esas obras que enhebran su ingravidez con la fugacidad de la vida. Un festejo en forma de baile, el aire hecho cuerpo de mujer, la muerte como broche de todas las cosas. Vilano que casi no toca el suelo. Imágenes que se desvanecen aún antes de cristalizarse. La belleza que pasa, como pasa la vida, como pasa el tiempo. Por eso me gusta el Generalife, además de por sus jardines ahítos de aromas y literaturas. Porque una noche de luna dubitativa fue capaz de retener en su escenario a la belleza, hecha danza, durante casi dos horas. Y deleitarme sin aspaviento y sugerirme cosas desde la osamenta del romanticismo, y así conjurar a la bruja de lo perecedero para decir, con palabras prestadas del poeta, que al menos esa noche, confieso que he vivido.
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