Esparto
demetrio ruiz zamora
Sábado, 13 de agosto 2022, 23:06
La mañana había tropezado con un mojón de la linde y había rodado por el escarpado borde de la parata hasta llegar al fondo del ... barranco. María la Tonta, seguida de sus cinco cabras mochas, bajó en su auxilio y, cuando llegó donde ella estaba tendida, se dio cuenta del daño irreparable que le había ocasionado la caída. Una banda de grajos se había posado sobre unas breñas, a prudente distancia, aguardando a que expirase la accidentada para hincarle el pico. María se desanudó el pañuelo de la cabeza y embistió contra ellos para espantarlos.
Luego volvió, victoriosa, sobre sus pasos, se sentó en una de las piedras del majano donde yacía la descalabrada y le puso sobre las sienes una cataplasma hecha con ramitas de romero envueltas en su pañuelo oscuro y mojadas con la poca agua que contenía su garrafilla revestida de pleita. Aquella cura le había salvado, sin duda, la vida, pero la longitud de la sombra del acebuche que les daba resguardo indicaba que se habían rebasado ya, con creces, las tres de la tarde. Otra vez sonaron, muy cerca, los graznidos de los grajos. María la Tonta, roja de ira y con lengua de hacha, corrió hasta lo alto del terraplén que limitaba su vista. Contempló con pena cómo los carroñeros se disputaban, en medio de una espantosa algarabía, el cadáver del burrillo del yesero. Sin duda había pasado a mejor vida, abandonando, para siempre, las miserias de esta en la que, cuando no tenía que hacer su porte habitual, en lugar del merecido descanso, el dueño lo utilizaba para acarrear leña. Pero, pese al beneficioso cambio de estado, a María le partía el corazón ver aquel obsceno banquete, «¡me cago en vuestra p…!», y volvió resignada a su benéfica tarea, dejando que la negra turba de funestas aves continuara con su siniestro oficio de sepultureras de la naturaleza.
La mañana, pese a sus esfuerzos, se marchitaba sin remedio y ya se parecía más a una tarde cualquiera que al celeste espacio sobre el que el Sol había echado a rodar. Lo único cierto es que la Tonta había perdido el apetito. Abrió su taleguilla de lienzo sucio, pero no hizo caso del cachito de pan, de la chanfla de queso ni del gajo de uvas que llevaba para el almuerzo. Solo tomó un puñado de nueces y se puso a partirlas con una piedra sobre una laja. Al majar la primera, le pareció escuchar una voz que venía de las profundidades de la tierra: «¿Quién es?». Se la comió deprisa y partió la segunda: «Ya va». Al cascar la tercera, no hubo una respuesta, sino que sonó lo que parecía ser el chirrido de un cerrojo y María rodó hacia el interior del oscuro orificio súbitamente abierto. Se detuvo justo al pie de unas enormes trébedes sobre las que, dentro de una gran sartén, se freían unas suculentas tajadas de lomo de guarro ibérico. Intentó pinchar una con la punta de su navajilla y recibió un fuerte tortazo: «Suelta eso, que para ti no es». Al girarse no pudo ver al autor de aquel desaire, pero su apetito, instantáneamente recuperado, hizo que olvidara el sobresalto y se dirigiera a una mesa sobre la que brillaba una gigantesca bola de requesones. Quiso catarlos metiendo el dedo, pero la detuvo el mismo golpe que antes. Entonces, María la Tonta sí sintió el miedo con fuerza y echó a correr sin saber si retrocedía sobre sus pasos y salía de aquella hondonada, o proseguía hacia delante adentrándose más y más en aquel paraje desconocido. Trastabilló, su falda enganchó en un espino, cayó de bruces y se golpeó la frente contra el canto de una afilada roca.
Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, vio cómo un hombre de uniforme caqui, tocado con un gorro de borla roja, se llevaba atrailladas sus cinco chivas y la invitaba a guardar silencio: «¡Chist! Todos tenemos que aportar algo para mantener a las tropas». Ella recordó confusamente que su padrastro se lo había advertido: «Niña, la guerra, cuidado con acercarte al campamento, esos perros lo devoran todo». Pero aquellos perros no solo requisaban la carne para comer. El último de ellos se hizo el remolón y, agarrándola en brazos, la colocó tras unas matas de torvisco y le introdujo un sucio pañuelo en la boca. La lucha fue enconada, pero acabó venciendo el más fuerte.
Sola, rota, con la mañana agonizando irremediablemente en el sangriento crepúsculo, María evitaba sus lágrimas mientras trenzaba, ensimismada, una soga de tres cabos con esparto verde; «Si se te encoja una cabra, mejor no vuelvas». También recordaba la tajante amenaza del padre postizo la noche en que sorprendieron en el pajar a Bernarda la Mondonguera con un arriero: «Si tú hicieras algo así…». De vuelta a casa sería juzgada por delitos aún mayores. Y su falta de consentimiento en la comisión del pecado nunca sería tomada por una eximente, ni siquiera por una leve atenuante: «A ti te pasan esas cosas por tonta..., ¡por tonta!». Solo le preocupaba terminar su cuerda antes de que los cárdenos rayos del sol dejaran de alumbrarla.
Fue ya al amanecer. Aquellas aves que manchaban el alba con sus gemidos tristes y sus vuelos graves, más maléficas e imponentes que los inquietos grajos, anunciaban el fin de la búsqueda. Julio Butragueño arañó el aire con su voz de alambre: «Está colgada en el acebuche». Una racha de aire frío tempranero resbaló por el lomo del que presidía aquella avanzadilla: «¿Y las cabras?, ¿y mis cabras?, ¡mis cabras!».
Misteriosamente, la olvidadiza mañana había renacido y flotaba, sin inmutarse, sobre el cortejo que se llevaba a la niña tonta. Sonaba la campana, monótona, lúgubre, débil, hasta que una bomba acompañó su último tañido como señal de la tormenta que habría de cauterizar con rayos de metralla las grandes heridas de aquella tierra maldita.
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–Abuela, con este cuento no dormiré. ¿Quién ganó la guerra?
Me dio un beso y salió de puntillas.
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