Emoción latente
francisco cuenca gómez
Jueves, 11 de agosto 2022, 23:34
Estoy nerviosa, muy nerviosa, tengo que ir a recoger a mi abuela para un hecho crucial en su vida. Mi abuela Adela tiene ochenta y ... cinco años y jamás ha salido de su pueblo excepto para ir al hospital de la capital. Mi abuelo Fidel falleció hace dos años y ella ha quedado sola y triste. No sabe disimularlo aunque quiera. Ahora está bien de salud y por eso me he propuesto cumplir su mayor deseo. No se lo ha confesado a nadie pero lo he ido intuyendo con el tiempo, fijándome en sus expresiones delante de la televisión, analizando lo que piensa de las noticias que escucha en su pequeña y antigua radio, en fin, observándola despacio como se observa a un ser querido. Ella no sabe nada, y es mejor que sea así, porque muy posiblemente no hubiera querido venir. Solamente es consciente de que voy a ir a recogerla para ir a casa de mis padres en sus bodas de plata. No se podía negar, toda la familia se iba a reunir y no podía decir que no, aunque de buena gana se hubiera quedado en el pueblo. Aunque adora a mi madre, desde que falta mi abuelo no es la misma y ni siquiera la felicidad de sus hijos le mitiga la melancolía y la nostalgia de los años felices que pasó con él.
Aparco mi automóvil junto al bordillo de la acera en la puerta de la casa de mi abuela, y toco el claxon a la vez que bajo del coche para avisarla de que ya estoy allí. Es una casona de pueblo, de piedra, grande, con un jardín en la entrada lleno de jazmines y geranios que le dan un color y aroma muy agradables.
–¡Abuela, ya estoy aquí!, le grito desde la entrada.
–Ya voy, estoy lista, solamente tengo que coger el bolso, y revisar que todo esté bien cerrado, en estos tiempos no se puede fiar una de nadie. A la que te descuidas te ocupan la casa –contesta con voz cansada pero firme.
–La puerta está abierta, pasa si quieres y me esperas en la entradilla –me dice después, mientras la espero en el jardín.
Paso y me siento en una silla de anea que está junto a la puerta. La veo bajar de la planta de arriba, toda vestida de negro, es una mujer fuerte, decidida, las arrugas han hecho mella en su rostro pero sus piernas aún le responden con vigor y se abraza a mí para besarme como solo besa una abuela.
Ella no sabe dónde vamos, la distancia que vamos a recorrer es parecida a la que hay a casa de mis padres. Nos esperan dos horas largas de camino.
–Te has empeñado en que vaya, y yo ya no estoy para estos trotes, eres tan cabezota como tu abuelo, le has salido a él –me repetía a lo largo del camino.
–Abuela, no estaría bien que nos juntáramos toda la familia menos tú. Y, además, es tu hija la que celebra sus bodas de plata, ¿no te alegras? –le contestaba para entretenerla durante el trayecto.
–Claro, claro que me apetece estar con vosotros, pero estoy ya muy vieja. Y no tengo ilusión por nada ya.
–No te creo, y te lo voy a demostrar dentro muy poco –le contesté con ambigüedad calculada.
–¿A que te refieres Paula? –me preguntó un poco extrañada.
–Ya lo verás, no queda mucho.
Mi abuela se quedó dormida, lo cual agradecí, pues así la sorpresa sería mayor y evitaría que se mareara en las curvas que nos faltaban para llegar. Era un día caluroso del mes de junio, y estábamos a punto de llegar a un pueblecito de la costa que yo conocía bien y que visitaba todos los años junto a mis amigas.
Procuré no despertarla hasta que aparqué en el paseo marítimo, en ese momento le di un achuchón cariñoso en el hombro para que se espabilara.
–Abuela, ya hemos llegado, despierta que ya estamos aquí –le susurré con cariño para que no se pusiera nerviosa.
–¿Dónde estamos? No me suena esta calle –contestó algo confusa.
La ayudé a salir del coche y la expresión de su cara al ver por primera vez el mar no se puede describir. Es algo que solamente los que han conocido el mar ya mayores podrían explicar. No dijo nada, estaba contenta, impresionada, emocionada, y a la vez sentía una especie de miedo. A los pocos segundos, unas lágrimas empezaron a brotar despacio y a deslizarse por su arrugado rostro. Me miró, me sonrió, me abrazó, y volvió a mirar al frente. Inhaló fuerte el aire que la brisa nos acercaba y me pidió que la acercara a la orilla. La agarré por el antebrazo y bajamos por la pasarela que llegaba hasta la playa. Ella no paraba de mirar hacia el infinito y en todas direcciones.
–¡Es enorme, nunca lo habría imaginado tan grande! –por fin acertó a decir algo–. ¡Y qué ruido hace!
–Es una deuda que tenía contigo abuela –le contesté emocionada también–. Sabía que no habías visto nunca el mar y sentía dentro de mí que era lo que más deseabas –le dije besándola en la húmeda mejilla.
Me abrazó y nos sentamos durante más de una hora sin mediar palabra, observando el horizonte.
Nos levantamos y nos acercamos a la misma orilla para mojarnos los pies. Ella tenía un poco de miedo, que se le fue quitando a medida que iba pasando el tiempo. Cada vez que el agua mojaba su pantorrilla sentía ser la mujer más afortunada del mundo y una gran sonrisa brotaba en su rostro, y yo me sentía a la vez la nieta más orgullosa y satisfecha del mundo. Al cabo de un rato nos fuimos a las bodas de plata de mis padres. Éramos una abuela y una nieta felices.
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