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Jesús López Berzosa
Viernes, 4 de agosto 2023, 00:02
Altea empezó a distinguir las formas que tenía ante sí, a vislumbrar los dedos de sus propias manos y a escuchar el lento crepitar del ... fuego que ardía a unos pasos de ella. Esa noche había vuelto en sí mucho antes de lo habitual.
Se encontraba en el claro de un bosque bañado por la luz de la luna llena y salpicado por las pinceladas del fuego. Aún se escuchaba el tañido de varias flautas, así como risas burlonas de varias ninfas y algún que otro resoplido de los sátiros. El sonido de un riachuelo lejano se confundía con el vino escanciado en varias copas que regaban las conversaciones ebrias de todos los invitados a aquella fiesta sin fin.
El tíaso.
Altea buscó ávidamente un poco de agua en la mesa donde dormían plácidamente varias figuras peludas. Escuchó las quejas de uno de los sátiros al notar cómo era zarandeado, pero Altea hizo caso omiso y logró encontrar a tientas una jarra de agua en la oscuridad. Se la bebió toda, de un solo trago, con tal de apagar la sed lacerante que martilleaba su garganta. Se sintió como nueva. Por suerte, no le dolía la cabeza como en otras ocasiones cuando la resaca no había ofrecido tregua alguna. Esta vez el vino se había portado bien con ella y no se había despertado con el cuerpo destrozado sobre una pila de criaturas ebrias tras una noche de desenfreno. Con el jolgorio de la tarde había sido suficiente y ahora podía contemplar cómo avanzaba la noche a su alrededor, exenta de cualquier atisbo de éxtasis.
No podía evitarlo. Ninguna de las bacantes podía. Todas eran poseídas por una suerte de espíritu frenético que las liberaba y aprisionaba, las guiaba y desorientaba, las cegaba y les abría los ojos a horizontes inexplorados. Una energía que bullía por cada centímetro de su piel, que impelía a las bacantes a adoptar posturas grotescas en danzas agitadas, a fundirse con los sátiros, a beber vino con avidez como si se tratara del mismísimo néctar divino. Y todo ese torrente de emociones caóticas tenía un solo origen.
La presencia de Dioniso.
El dios del vino se encontraba sentado sobre una montaña de troncos de madera. Vestía pieles de leopardo y acariciaba pausadamente la cabeza de una pantera negra, su única compañía, además de la copa de vino que sujetaba con la otra mano. Altea creyó percibir un atisbo de nostalgia en la mirada del dios. Daba pequeños sorbos a la copa y parecía que nunca fuera a vaciarse. Un aura melancólica envolvía a Dioniso, más poderosa que su corona de vid o el tirso que solía empuñar.
Altea escuchó de pronto una voz familiar detrás de ella.
—Vaya, vaya, qué raro verte tan lúcida a esta hora.
Caria rozó el brazo de la joven bacante y se sentó a su lado. Altea observó las bellas facciones de la ninfa a la luz del fuego. Se trataba de una de las primeras seguidoras que se unieron al séquito del dios y aún permanecían a su lado. Caria había recorrido medio mundo, atravesando multitud de fronteras y acogiendo a nuevos seguidores en cada pueblo que pisaba el tíaso.
—Yo también me he sorprendido. Supongo que estoy empezando a ganar control y le estoy ganando la batalla al vino. «Vino» y «control». No podría haber dos palabras más opuestas, sobre todo en el tíaso.
En ese instante, una bacante en pleno arrebato de euforia se lanzó a los brazos de Dioniso. Este la apartó repentinamente y le ordenó que siguiera la fiesta en otra parte del bosque. La pantera mostró su dentadura amenazante y la joven no dudó en obedecer, un tanto confusa.
–¿Por qué ha hecho eso? –preguntó Altea, perpleja.
–Dioniso prefiere estar solo –respondió Caria.
–Pero… yo creía que le gustaba estar con sus seguidores. Para eso fundó el tíaso.
Caria negó con la cabeza.
–Nada más lejos de la realidad. Él solo quería difundir el legado de Ámpelo. Honrar su memoria.
–¿Ámpelo?
–Su primer amor. Un sátiro que le robó la razón desde el día que lo descubrió bañándose en el río Pactolo. Se convirtieron en compañeros inseparables. Pero la cosa no acabó bien.
–¿Qué ocurrió?
–Ámpelo quiso sorprender a Dioniso y terminó burlándose de los dioses. Pagó cara su osadía, con la muerte. Su cuerpo se convirtió en la primera vid.
–Si no fuera por Ámpelo… no tendríamos el vino…, el tíaso no tendría sentido –concluyó Altea.
–Así es. Cada día, con cada sorbo de su copa, Dioniso recuerda una y otra vez la pérdida de su gran amor. Revive continuamente la tortura por la que pasó.
–¿Por qué hace una cosa así?
Caria no respondió, sino que se limitó a contemplar a Dioniso. El dios hundía la mirada en la copa que sostenía. Una copa medio llena, medio vacía.
–¿Es que no te das cuenta? El vino también es la única forma que tiene para volver a sentir la presencia de Ámpelo, para volver a abrazarlo y revivir aquella pasión.
Altea observó la figura del dios tras la hoguera cuyas llamas iban extinguiéndose poco a poco.
–Una pasión apagada. No tiene sentido. ¿Por qué no acepta los brazos de otro sátiro? ¿O de otra ninfa? ¿Por qué lo rechaza?
–Dioniso nunca ha sentido nada tan fuerte desde entonces. Se lo ha prohibido a sí mismo –confesó Caria–. En realidad, «vino» y «control» están más unidas en el tíaso de lo que crees.
Altea experimentó una profunda pena que jamás habría imaginado en pleno festival orgiástico. El séquito de Dioniso estaba conformado por meros figurantes que se entregaban acaloradamente al éxtasis frenético, mientras su protagonista se sumía en la embriagadora búsqueda de una sensación perdida. Aliviaba su pena con el dulce néctar de la uva en pleno duelo, regado por el empalagoso recuerdo de la compañía de su amado. Cada sorbo era un tormento y una bendición.
Una copa medio llena, medio vacía.
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