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Jesús Serrano Espinosa
Domingo, 6 de agosto 2023, 23:52
Mi abuelo también se llamaba Joaquín, pero no era pintor ni artista. Trabajaba en una fábrica de sombreros de la Cuesta del Pescado y por ... las noches tocaba la guitarra en La Manigua. A veces también limpiaba botas en el Café Alameda y los fines de semana se ganaba unas perras cargando maletas en un pequeño hotel de la Alhambra.
En aquel hotel decían que Washington Irving había escrito unos cuentos y que su espíritu se aparecía a los huéspedes por las noches y por eso acudían allí los forasteros. Y allí fue donde mi abuelo conoció a Sorolla.
Aquel día llovía en Granada. El viento sacudía furioso las hojas de los castaños y la nieve cubría la sierra como un mantel de novia, pero ninguna de estas inclemencias amilanó al gentío que se arremolinaba en la puerta. A mi abuelo le dio vergüenza decirle que tal expectación no era por su llegada ni por aquel coche de motor tan insólito en una ciudad de mulas y carruajes, sino por causa de una famosa cantante de varietés, oriunda de Santa Fe, a la que llamaban 'La Tortajada'. Y es que aquellos hombres y mujeres no esperaban ver sus caballetes, ni elogiar sus lienzos, sino admirar las plumas y crinolinas de aquella dama y comprobar con sus propios ojos la potente orografía que albergaba entre sus pechos.
–Anoche me crucé en el pasillo con La Tortajada –le diría Sorolla a mi abuelo al día siguiente–, ¡y ya entiendo la algarabía!
Aquella confesión, acompañada de un picaresco guiño, hizo pensar a mi abuelo que detrás de aquel imponente físico y aquella cuidada barba se escondía un hombre bonachón y sensible.
En cuanto a otras circunstancias de su estancia, les diré que Sorolla no llegó solo a Granada. Le acompañaban dos amigos con sombreros de copa alta y abrigos de compostura inglesa, que confesaron haber visitado exóticos países pero no conocer Granada. Entonces, mi abuelo, con su gracejo andaluz, le dijo a Sorolla:
–No se preocupe usté, señorito… Si usté quiere…, yo le enseñaré Graná.
El artista aceptó gustoso y le estrechó la mano.
Al día siguiente, salieron temprano y comenzaron el paseo adentrándose en la arboleda de la Alhambra, en cuyo corazón aún latía el frío de la noche. Era ya primavera, pero el invierno desplegaba todavía sus alas sobre el bosque y las hojas de los árboles cubrían el camino con una húmeda sombra. El agua corría por las acequias y sonaba en los arriates como limpia plata. Los mirlos cantaban. Un rayo de sol atravesó el denso follaje de los centenarios árboles y reposó su haz de luz en una alfombra de cansadas hojas.
–Qué maravilla de luz…, qué mágico misterio –susurró Sorolla.
Bajaron después a traspiés una empinada cuesta y cruzaron la Puerta de las Granadas hasta llegar a Plaza Nueva y, cuando llegaron, sonaron las campanas; primero las de Santa Ana, después las de San Pedro y más lejos las de la Catedral.
–¡Granada es un jardín de campanas…! –exclamó eufórico el maestro.
Llegaron hasta la Carrera del Darro y una luz violácea les envolvió mientras escuchaban el derruido lamento de los palacios que adornaban sus aceras; una paleta de cárdenas y claroscuros se apoderó de sus ojos.
Aquí la luz es telúrica y mágica… –le escribiría a su esposa Clotilde aquella noche–. Aquí la luz te envuelve con un velo de seda… ¡y después te atrapa con una escoba de bruja!
Y, mientras conversaban bordeando el exiguo cauce del Río Darro, llegaron hasta el Paseo de los Tristes.
–Este es el sitio de Graná que a mí más me gusta –le confesó mi abuelo–, pero la historia de este Paseo es triste, Don Joaquín. Por aquí pasan los cortejos fúnebres hasta el cementerio y los coches con sus caballos negros se paran justo aquí, en la explanada, para que los muertos se despidan de la Alhambra.
Sorolla quedó profundamente impresionado y le temblaron los párpados.
Subieron después por la Cuesta del Chapiz hasta el Albaicín y allí, entre el blanco barullo de sus calles y bajo un cielo azul ópalo, comieron caracoles en la Plaza Larga. Después anduvieron hasta el Mirador de San Nicolás y, sentados en un poyete desde el que casi tocaban la fortaleza, hablaron sobre el amor y sobre la vida.
Mi abuelo le contó que su mujer tenía dieciséis años y que bordaba ajuares de novia y mantones de Manila para una modistilla de la calle Elvira. Que se habían casado muy jóvenes. Ya sabe usté. Que le había costado veintitrés pesetas casarse en el Sagrario y que el bautizo le costaría cinco pesetas en La Magdalena, porque su mujer estaba preñada y pronto pariría. Y que si nacía un chiquillo le pondrían por nombre Joaquín.
Entonces Sorolla se sonrió y le dijo:
–Claro, Joaquín como su padre…
Y mi abuelo le contestó:
–No…, Joaquín como usté, maestro…, y asín mato dos pájaros de un tiro.
Caía la tarde y, ya desde el Barranco del Abogado, contemplaron Granada desde arriba, disfrutando cómo el sol se despedía con una rica paleta de rosas y violetas.
Aquella noche Sorolla escribiría a su esposa:
«…No puedes imaginarte lo que siento que no vinieras…, la impresión de Sierra Nevada al atardecer es algo que no se olvida».
Joaquín Sorolla marchó a Madrid al día siguiente, pero antes de marcharse, en el vestíbulo del hotel, se despidió de mi abuelo abriendo una pequeña carpeta de cartón y entregándole un dibujo dedicado y coloreado en ceras. Era un retrato de La Tortajada contemplando La Alhambra desde el Paseo de los Tristes exhibiendo sus exuberantes senos y con un sombrero de paja adornado con jazmines y granadas.
En la parte de atrás, Sorolla había escrito de su puño y letra:
«Consérvalo, Joaquinillo, igual te ganas con él unas perras para el bautizo, pero no se lo enseñes nunca a Clotilde».
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