La curiosa historia de Rossini, el jamón de Trevélez y Pedro Antonio de Alarcón
Una investigación hecha en Granada por José Miguel Barberá relaciona al autor de 'El Barbero de Sevilla' con el pernil serrano
josé antonio muñoz
Lunes, 30 de septiembre 2019, 02:16
«¡Me faltan violines y la orquesta no suena!», se quejaba amargamente Gioacchino Rossini, el compositor de 'El barbero de Sevilla' a su amigo Giorgio ... Ronconi, en una carta remitida desde su palacete en Passy, cerca de París, y que tenía como destinatario al barítono milanés que, cuando no actuaba por el mundo, vivía en Granada, en un carmen situado junto al Hotel Alhambra Palace, y que aún hoy conserva en su fachada el nombre del cantante. Esta frase no es lo que parece. Porque lo que parece es una queja técnica de un músico en dificultades para interpretar sus obras por la falta de instrumentos de cuerda. Y lo que esconde es una petición gastronómica, porque la despensa de Rossini se estaba quedando desabastecida de jamones de Trevélez, lo que impedía al compositor disfrutar del que se había convertido en uno de sus placeres más confesables. Un placer que le impelió incluso a escribir uno de lo que él llamaba 'pecadillos de vejez', una canción dedicada a la capital granadina.
Esta realidad, así como otros muchos aspectos de un triángulo relacional en el que además del propio 'cisne de Pésaro' y el cantante está implicado el escritor accitano Pedro Antonio de Alarcón, ha sido descubierta en una interesante investigación por el profesor de la Banda Municipal de Música de Granada e inquieto erudito, José Miguel Barberá. «Hace tiempo que realizo estudios sobre historia musical granadina. Ya hablé en un trabajo previo sobre Ronconi y su vinculación con Granada, sobre la visita de Verdi o la ópera en los teatros, y en principio tenía pensado escribir algo sobre la canción 'A Granada' de Rossini, los porqués de esa pieza. A partir de aquí, descubrí la conexión entre la canción, el viaje de Pedro Antonio a París y su amistad con el barítono».
La biografía de Rossini se asemeja más a la de una estrella del fútbol contemporáneo que a la de un compositor. A los 38 años dejó atrás una fértil carrera, que ya había destilado los títulos por los que pasaría a la historia: 'La italiana en Argel' (1813), el mencionado 'El barbero de Sevilla' (1816), 'La urraca ladrona' (1817) o 'Guillermo Tell' (1829), entre otros muchos, hasta totalizar casi 40. Tras finalizar la epopeya del famoso arquero de la manzana, como afirma la investigación de Barberá, creyó llegada la hora de tomarse un respiro. Las razones pudieron ser varias: agotamiento, pereza (así se lo confesó a su amigo Alejandro Dumas, gran amante de la comida como él), mala salud (padecía de sífilis, entre otros problemas), miedo al fracaso (su estrella iba en declive)… Lo cierto es que a partir de ese momento se dedicó a vivir muy bien, ya que los ingentes réditos que le proporcionaban sus derechos de autor se lo permitían.
En España, la música del italiano despertaba auténtico furor. Sus oberturas –existen aún hoy numerosísimos discos que las recopilan, como las obras maestras que son– se interpretaban en conciertos de bandas militares, en los salones de la aristocracia, en cafés… Otro tanto ocurría con sus arias más famosas, como el 'Largo al factotum' de 'El barbero…'. Desde 1814, cuando se estrenaron sus primeras óperas en Madrid y Barcelona, Rossini era primo hermano de la divinidad. Por eso, cuando llegó a Madrid en 1831 a visitar a su sobrina, su visita fue todo un acontecimiento. Hubo visita al rey Fernando VII, con incidente protocolario incluido. Dos centenares de músicos se unieron para darle una serenata en la puerta del hotel en que se alojaba. Y ágapes varios, claro. El que interesa a esta historia y desvela José Miguel Barberá fue una cena en casa del sacerdote Manuel Fernández Varela, de quien se decía que no practicaba precisamente la contención a la hora del yantar. Fue en aquel festín donde Rossini descubrió el jamón de Trevélez. Con seguridad habría probado con anterioridad del prosciutto crudo de Parma, encontrando sin duda una gran diferencia entre ambos, a favor del producto granadino. A la mesa estaban también sentados personajes de la época como Larra, quien había elegido su seudónimo periodístico 'Fígaro' inspirado por el personaje homónimo de la más famosa ópera rossiniana. También desvela Barberá que de aquella cena salió el encargo de la obra más importante que el cisne de Pésaro compondría antes de morir: su 'Stabat mater', estrenado dos años más tarde en Madrid.
Pedro Antonio y la ópera
Pedro Antonio de Alarcón fue un literato siempre atento a las tendencias de su tiempo. Coincidió con Ronconi en el grupo llamado 'La Cuerda', una tertulia cultural que tuvo como sede en muchas ocasiones la casa del barítono. Un grupo que unía cultura y sátira a partes iguales, con el sano objetivo de divertirse y pasarlo bien. En 'La Cuerda' se forjó la amistad entre Alarcón y Ronconi. El interés del escritor por la ópera fue tal que su primera novela, 'El final de Norma', versa sobre un enamorado que persigue a su amada, una artista, por media Europa. Aunque fue escrita con apenas 18 años, y el propio Pedro Antonio la consideraba como «de pura imaginación, inocente, pueril, fantástica, de obvia y vulgarísima moraleja», lo cierto es que algunos empezaron a ver, tras leerla, al autor que, aunque inexperto, se escondía entre sus líneas.
«Granada producía una gran fascinación entre los románticos», comenta José Miguel Barberá. «Entre ellos, fascinó a Rossini, que nunca llegó a venir a la ciudad, y a Verdi, que sí lo hizo, acompañado por el propio Ronconi». Lo que sí quedó en el recuerdo del 'cisne' fue el recuerdo de aquel sabor único probado en la mesa del cura madrileño. «Obviamente, en aquella época no había posibilidad de pedir los jamones y que los enviaran a París, donde vivía Rossini, así que utilizó a su amigo Giorgio como intermediario», afirma el profesor de la Banda Municipal. Los jamones se enviaban en carros, y tardaban en llegar a París más de 15 días, un tiempo, sin embargo, que hoy, teniendo en cuenta las condiciones de la época, no nos parece disparatado. La veneración de los miembros de 'La Cuerda' por el maestro italiano les hacía incluir en los envíos algunos chorizos y salchichones de Montefrío, también conocidos ya en aquella época por su calidad, en la esperanza de que gustaran al fino paladar del compositor.
A Rossini, además de las viandas, le contagiaron el amor por esa Granada que no llegó a visitar los relatos de amigos que sí lo hicieron, como el ya citado Alejandro Dumas –autor de 'De Madrid a Cádiz' entre otras obras, donde glosa la belleza de la Alhambra–, Theopile Gautier –autor de 'Viaje por España', donde acudió como periodista para cubrir las guerras carlistas–, o Víctor Hugo. «A Dumas, viendo lo orondo que aparece en las fotos, debió gustarle el jamón más aún que a Rossini», dice el investigador entre risas.
Una visita inesperada
Un día de noviembre de 1860, estando Pedro Antonio de Alarcón en París, tuvo un encuentro fortuito con Ronconi, al que describió como «uno de los hombres de mejor humor que he conocido». Tras comer ambos en grata compañía, Ronconi, según se desprende de lo escrito por el literato granadino en 'De Madrid a Nápoles', le pidió que se vistiera de gala y le acompañase a una cena sorpresa. Tomaron primero un carruaje y luego un tren hasta la localidad de Passy. Atravesando por la maleza, llegaron a una casa imponente. Dentro, algarabía y bullicio. Y en el centro de la fiesta, «un viejo alto, grueso, fuerte, con gran peluca rubia y unas ligeras patillas blancas, sin un hueso en la boca, de grandes y nobles facciones y ojos muy vivos y penetrantes». Pedro Antonio reconoció inmediatamente a Rossini. En la tertulia durante la cena, celebró los jamones de la Alpujarra, «cerca de su pueblo de usted». Inmediatamente, el escritor accitano se ofreció a mandarle los que necesitara, a lo que Ronconi le respondió que ya se encargaba él de tenerle bien surtido.
Eugenia de Montijo introdujo el jamón granadino en los menús de la corte gala, y Rossini se preció siempre de su colección de «violines y violas», como le dijo al músico español Barbieri. Preguntado por el compositor de zarzuelas a propósito del origen de los instrumentos, pensando que eran de Cremona, el cisne le respondió, divertido, que no, que eran de Trevélez, y a continuación le mostró, según la investigación de José Miguel Barberá, un magnífico surtido de jamones de varios tamaños enviados desde Granada por Ronconi.
De la pasión sensual por la ciudad, inspirada por los perniles y las impresiones de los amigos, nacieron lo que Rossini llamó dos «arietas españolas»: la ya citada 'A Granada' y 'La veue andalouse'. La primera se la acabaría dedicando el compositor a la reina Isabel II, quien otorgó a su vez su sello de calidad a los jamones de Trevélez. Tras varios años de investigación, hoy sabemos por el investigador y músico de la Banda esta divertida historia.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión