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Amador Aranda Gallardo
Sábado, 19 de agosto 2023, 00:26
El día en que mi padre nos contó que, cuando era pequeño, un hombre le salvó la vida, los jazmines florecían como rayos en mitad ... de una tormenta. La primavera había llegado a nuestras vidas igual que un huésped del que nunca te cansas. Ese día, y no otro, en que mi padre nos contó su secreto más profundo, mi madre había cocinado perdices, mi hermano Claudio las había vomitado tras ingerirlas como si fuera una serpiente, y el gato, ese gato mitad blanco, mitad negro, había bebido vino tinto hasta caer borracho.
Mi padre, con una barba que le llegaba al suelo, se atrevió a contarnos qué le había pasado: por fin completaba una historia que todos habíamos imaginado. ¿Quién era el hombre que le salvó la vida?, ¿sería alguien que quiso matarlo pero que erró sus planes?, ¿o puede que un gran león africano, que se había escapado de un circo, intentara atacarlo y el domador lo salvara? Todo eran preguntas y mi padre el único capaz de darnos una respuesta.
Durante años mis hermanos, mi madre y yo, especulábamos con la frase que mi padre nos regalaba cada domingo entre el café de las cuatro y la borrachera de anís de las cinco: «Algún día os contaré la historia del hombre que me salvó la vida». Estábamos nerviosos. Mi hermano pequeño había vomitado varias veces encima de la Tata Angustias, que apenas se había inmutado –era como una generala hitleriana: fría, enérgica y con cara de aguantarse los pedos– y mi hermana se había estirado tanto para ver a mi padre que creció, por lo menos, un centímetro cuadrado, algunos dicen que más: yo, ni confirmo ni desmiento.
Mi hermano Luis, el más pequeño de los mayores, había contado la historia del hombre que salvó a mi padre tres días antes, en el campamento de niños albinos al que acudía todos los años –nunca supimos el porqué de los genes de mi hermano, pero albino nació y albino se moriría–. En la tienda de campaña, donde todos los albinos se refugiaban del sol que quemaba su piel con la indecencia de un ateo en misa de ocho, mi hermano Luis contó su versión: «A papá lo secuestró una mujer con tres pechos y lo llevó de feria en feria. Todo el mundo sabía que mi papá tenía cinco años, aunque parecía un bebé, y sin embargo hablaba, y hablaba como el niño de cinco años que era. Sin duda, era una gran atracción para el público: «El bebé que habla», decían los tabloides. Pero, un día de lluvia y de sol refugiado en la vergüenza, un hombre poderoso llegó al circo y lo arrancó de las barbas de la mujer de tres pechos (sí, tenía barba y tres pechos) para traérselo a la abuela Dionisia que, borracha como siempre de primaveras tempranas, no se había dado cuenta de que le faltaba uno de los doce hijos que criaba». Estaba claro que mi hermano, además de albino, tenía una imaginación desbordada.
Nos habíamos levantado con la sensación de que algo iba a pasar. Casi siempre que pasaba eso se rompía una tubería y se inundaba la cocina, o la llave de la puerta de la calle se perdía sin rumbo en el cajón de las llaves perdidas. Cuando se rompía una tubería –hecho frecuente en casa– teníamos que comer encima de banquetas altas y la Tata nos calzaba botas de lluvia, y nos ponía los impermeables rojos de verano. Todo eso pasaba hasta que las tuberías volvían a entrar en razón y succionaban el agua de nuevo. Mamá decía que no había que impacientarse, que las tuberías a veces se enfadaban porque ellas también se cansaban de llevar y traer agua todo el año, y que, al igual que nosotros, un día explotaban porque sí, sin razón.
Pero no nos desviemos del tema principal: mi padre nos había dicho que nos iba a contar la historia del hombre que le salvó la vida.
–Primero, os tengo que decir que el hombre que me salvó la vida está frente a vosotros. Que todos lo conocéis y que lo lleváis en el corazón.
No supimos qué quiso decirnos nuestro padre, el cual quedó a la espera de una respuesta. Nos miramos, miramos a los vecinos (que no sé qué hacían allí) que nos miraban, y lo miramos a él desconcertados.
–El hombre que me salvó la vida está dentro de mí, pero yo no sabía que existía. Este hombre se alimenta de los rumores, de la incertidumbre, de las pequeñas historias y, sobre todo, de la imaginación. Durante años he hecho crecer al hombre cada domingo, cuando os decía que alguien me salvó la vida. Todos habéis imaginado a ese hombre, le habéis puesto cara, y habéis llenado vuestra vida de historias, habéis jugado con la vida a través de este hombre. Pues ahí lo tenéis, ese es el hombre, es vuestro y está en vosotros y está en mí. Lo he creado yo y vosotros me lo habéis devuelto con vuestra imaginación.
–¿Entonces, no existe? –pregunté yo, entristecido.
–Claro que existe. Existe él y existen todos los hombres y mujeres que queráis. Vosotros sois los creadores y los verdugos. Para que vivan solo necesitáis una cosa: la imaginación.
Una vez desvelado el enigma volvimos a nuestros quehaceres. ¿Se habían acabado las historias del hombre que salvó la vida a mi padre? Quizá sí, pero poco a poco nos dimos cuenta que había más historias que contar, que había más personajes que crear, que había más mundos en los que vivir.
A partir de ese día, cada mañana me miro en el espejo y busco al hombre que me salva cada día de morir, el que crea historias, el que me descubre otras vidas, el que me aleja de la dureza del mundo al hacerme vivir en una fantasía sin final, en un mundo creado por mí.
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