Cuchillos
Javier Molina Palomino
Lunes, 4 de agosto 2025, 23:29
Es en este preciso momento, estando frente a ella, cuando recuerdo los buenos tiempos en que renacimos el mismo día en la Ciudad de los ... Muchachos: yo, con aspiraciones de tragasables, y ella de joven promesa como lanzadora de cuchillos.
Allí nadie nos preguntó de dónde veníamos, o qué carencias afectivas necesitábamos cubrir. Ni tampoco qué manchas eran esas tan graves que lastraban nuestro pasado, como para desear otra identidad al margen de la que teníamos en ese pequeño mundo que cada uno habíamos dejado atrás. Bastaba con que nos presentáramos con el ánimo abierto a aceptar a nuestra nueva familia y esperar que ellos nos acogiesen con los brazos abiertos. Aún recuerdo que los dos llegamos al circo el mismo día y enseguida nos dimos el calor que buscábamos sin preguntas ni contrapartidas, con el único afán de superarnos y labrar un futuro tangible al que agarrarnos para no sucumbir a la soledad de la intemperie.
Y ya desde entonces empezamos a ser inseparables.
Quince años después de ese primer encuentro, allí estamos ahora los dos, cara a cara. Los focos iluminan su sonrisa y su figura esbelta con un vestido multicolor y salpicado de lentejuelas. Conserva el mismo espíritu de superación de entonces, ese que a los pocos años de debutar le permitió ganarse los galones de máxima estrella del circo.
Los aplausos acompañan sus ejercicios de calentamiento. Cuello a un lado y a otro, ojos cerrados, manos a la cintura y cadera que gira como una peonza. Todo lo convertía ella en una liturgia sagrada, y en sus movimientos preparatorios del número, uno adivinaba reminiscencias de alguna ceremonia ancestral, que elevaba a un nivel superior todo aquello que se proponía. Y con la que lograba hipnotizar al público. Nadie como ella para atraer la atención de todos y para hacerme perder la cabeza.
Mientras ella se exhibe en el calentamiento, yo termino de acoplarme en el tablón giratorio, como en una gigantesca moneda, y abierto en cruz como aquel Hombre de Vitruvio que sirvió de modelo para la obra inmortal de Leonardo da Vinci. Consciente de mis limitaciones con los sables, pues en realidad hace tiempo descubrí que soy alérgico al acero, preferí desde entonces entregar mi futuro en sus manos, y formar parte de su vida y de sus números. Confío en que ella nunca me fallará, como no lo ha hecho hasta ahora.
Entonces el redoble de tambor acelera el pulso del público. Las bocas abiertas, las manos juntas, la respiración contenida, un silencio expectante y los ojos fijos en el maestro de ceremonias. Y con el entrechocar de platillos, un más difícil todavía. Entonces la miro a ella, como he hecho siempre en los momentos cumbre, como cuando hace seis años me dio el sí quiero. Aún recuerdo con emoción la ceremonia. Fue en la misma carpa que nos acogió a los dos desde el primer día, con toda nuestra familia del circo dándonos su aliento. El tramoyista, los acomodadores, la reina del trapecio, saltimbanquis, payasos, faquires, la china Ling y su hermana siamesa Ping, malabaristas, magos y domadores… nadie faltó, ni quiso perderse ese momento. Y como maestra sacerdotisa del enlace, la contorsionista Lupita Flash, que ofició nuestra boda cabeza abajo, arqueando su cuerpo en forma de C convexa y manejando el libro sagrado con los pies. Comimos, bailamos y reímos. Y fuimos felices. Con su dulce sonrisa a mi lado sé que nada tengo que temer. Por eso no me sudan las manos cuando el tablón al que estoy sujeto comienza a girar como una ruleta de la fortuna a diez metros de distancia de su sonrisa. Tampoco flaqueo al ver que prenden con una antorcha los treinta cuchillos que dibujarán mi silueta en menos de tres minutos.
El «¡Ohh!» del público viene cuando la funambulista trae a mi mujer el pañuelo negro. De pronto el mundo se pone patas arriba. Ella no debería estar aquí, es el domador quien tenía que haber traído ese pañuelo. No es así como lo hemos ensayado. El tablón no deja de girar y cada 360 grados hago una fotografía en mis retinas de la escena que tengo frente a mí: los ojos de mi mujer taladrando a la funambulista al verla llegar, sus labios afilados y los puños que se abren y se cierran. Aún no lo ha olvidado, pienso. Pero yo hace dos años que dejé de pensar en la funambulista, que en realidad fue sólo el desliz de una noche, o puede que llegara a dos semanas. No quisiera justificarme, pero entonces atravesaba por un momento de debilidad al tener que aceptar que mi carrera de tragasables no iba a pasar más allá de la empuñadura. Y caí en la tentación de la novedad de un cuerpo magnético cimbreándose en la cuerda floja. Y tampoco pude resistirme a su mirada de ojos de brea. Que sí, lo reconozco, que traicioné mi promesa de fidelidad en la misma Ciudad de los Muchachos que nos vio renacer. Y que estoy arrepentido de mi error. Pero esa historia terminó hace tiempo y ya no sé qué decirle a mi mujer para que me crea… O más bien para que me perdone. Porque con cada giro, me voy convenciendo de que esa cuestión ya no depende de mí. Que sólo en sus manos está el concederme otra oportunidad, o condenarme al paredón de una vez.
Un giro después veo que ella ya no puede ver. Tiene puesto el pañuelo negro a la altura de los ojos. Su rictus avinagrado, de despecho y ajuste de cuentas da paso a una afilada sonrisa, gélida, ausente, cuando encara el tablón y tantea el carrito para coger el primero de los treinta cuchillos ardientes.
Las llamas flamean como en el infierno y yo sigo dando vueltas a su merced.
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