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Javier Molina Palomino
Domingo, 13 de agosto 2023, 09:36
Sí, señor juez, ya se lo expliqué ayer a la policía cuando me tomó declaración. Pero, ya que me lo pide expresamente su señoría, accederé ... a responder de nuevo. Ya ve que no tengo nada que ocultar. Me pregunta qué hice la tarde del crimen, ¿verdad? Pues bien, le voy a responder lo mismo que le dije a la policía: lo de todos los días. Y perdone el pareado. Pero, ya que me pide concreción en los hechos que se investigan, no le voy a ahorrar el mínimo detalle. Empezaré contándole que fue a falta de media hora para las dos cuando me desplacé al restaurante que hay bajo la redacción. Ese es el único momento del día que puedo permitirme para tomar un respiro cuando soy yo el elegido para redactar la crónica de sucesos de la jornada. A pesar de la exigencia de ese cometido en concreto, me siento un privilegiado cada vez que la fortuna me sonríe en el sorteo que organizamos cada lunes para distribuir las secciones en las que trabajará cada uno durante la semana. Porque entonces sé que podré desplegar todos mis recursos (también los literarios) para demostrar que mi valía como cronista no desmerece de ese lugar de privilegio en que los lectores han colocado a nuestro diario con el transcurrir de artículos y reportajes a lo largo de los años. Su señoría lo debe saber bien, pues me consta que recibe cada día nuestro periódico y le dedica un par de horas en su despacho a enterarse de la actualidad antes de enfundarse la pesada toga. Oiga, no me mire así, señoría, tengo fuentes que me lo han confirmado. Pero, en fin, no le dé a esto más importancia de la que tiene, de verdad. Vayamos a lo que iba.
Allí, en el restaurante, me reuní con los otros compañeros que esa semana se dedicaban a cubrir la información parlamentaria o la actualidad deportiva, según el número que les hubiese tocado en el sorteo. Y a los que siempre compadeceré por ejercer una labor tan rutinaria como poco estimulante, son aquellos pobres a los que les toca lidiar con el horóscopo o rebuscar en las hemerotecas para dar con alguna efeméride o noticia curiosa de relleno, esas que reservamos para completar la sección de sociedad. Supongo, señoría, que debe ser equivalente al trabajo que en los juzgados realiza el personal menos cualificado, haciendo fotocopias o llevándoles a sus señorías el café de media mañana.
En ese tiempo de asueto a la hora de comer, compartimos anécdotas y algún chascarrillo; un breve tiempo de relax al calor de un buen vino, que todos agradecemos para liberar tensiones antes de volvernos a meter en harina para tener lista la primera edición vespertina de nuestro diario.
Ser cronista de la sección de sucesos no es tarea fácil, señor juez. Pues a una mente clara y despierta para recopilar hechos y pruebas, hay que unir ciertas dosis de elocuencia que permitan adornar las historias sin que los artificios queden a la vista de los lectores. Esa misma mañana visité a una anciana que había sido víctima del robo de su pensión al salir del banco. La entrevisté y luego hablé con varios de los testigos. Siendo este un suceso triste y penoso, también es cierto que la historia no se salía de los márgenes de lo convencional y por tanto no iba a sorprender a unos lectores que ya han visto de todo. Qué le voy a contar a usted que no sepa, señoría. Lo digo por su trabajo. A estas alturas pocas cosas le sorprenderán. Así que, al expresar mi frustración a mis compañeros, antes de los postres, me dieron un consejo de amigo:
–Échale imaginación al asunto, hombre. Aún tienes cuatro horas por delante.
No niego algo de mala uva en quienes, precisamente ese día, debían adentrarse en los misterios sentimentales de Capricornio o interpretar el pálpito de Géminis en cuestiones de salud.
Aun así, señor juez, les tomé la palabra dispuesto a demostrar que sería capaz de componer una historia sorprendente y atractiva de verdad. La suerte es que había otro suceso al que sacar todo su jugo, y fue a lo que me dediqué esa tarde: desentrañar el misterio de un asalto a la joyería del más lujoso centro comercial de la ciudad. Un asalto que, por cierto, aún no había tenido lugar.
Como el local estaba cerrado por obras, mostré mi acreditación de cronista y muy amablemente el propio dueño del establecimiento me abrió la puerta. Sin decirle nada y ante su mirada incrédula, bajé las persianas del escaparate y antes de que articulara palabra lo asesiné estrangulándolo con un cable. Lo he traído conmigo, con todas sus huellas, ¿ve? Es el que usted me proporcionó. No fue fácil, me costó bastante más de lo que pensaba. Tras recuperar el resuello y ya sin testigos, pude moverme con plena libertad por el local. Después procedí a desvalijar la joyería, borré todas las huellas y, enmascarando el crimen como sólo un profesional de las mafias sabe hacer, destruí, por último, la grabación de la cámara de seguridad. Y ya de vuelta en la redacción, inventé ciertos elementos pasionales en el relato de los hechos, esos detalles morbosos que tanto ayudan a la venta de periódicos y que tanto estimulan su imaginación, señoría. ¿O me lo va a negar a estas alturas? Debería agradecer mi virtuosismo.
Fue a falta de media hora para el cierre de la edición cuando entregué un artículo que promete nuevas entregas, porque soy yo quien tiene la exclusiva.
Cuando la fortuna me vuelva a sonreír en el sorteo de los lunes, volveré a dar detalles de un nuevo y sorprendente suceso. Le aseguro que no es nada fácil, señor juez. Pero antes de que ordene mi detención por este crimen, quisiera terminar el encargo que me hizo su señoría el mes pasado… Oiga, no me mire con esa cara. No se haga de nuevas.
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