Conferencia de Lorca y reacción de Valladar
Antonio Martín Moreno
Sábado, 26 de febrero 2022
El 8 de febrero de 1922 se aprobó en el Pleno del Ayuntamiento el proyecto del Concurso, defendido por Antonio Ortega, presidente del Centro Artístico. ... Al día siguiente, la comisión organizadora, presidida por Ortega, acuerda que García Lorca diese una conferencia sobre la 'Importancia histórica y artística del primitivo cante andaluz llamado Cante Jondo'. Tuvo lugar el 19 de febrero, con ilustraciones musicales de siguiriyas y soleares a la guitarra de Manuel Jofré. Lorca aclara que nada tiene que ver esta manifestación con «cosas inmorales, la taberna, la juerga, el tablado del café, el ridículo jipío, ¡la españolada en suma!, y hay que evitar por Andalucía y por nuestro particularísimo corazón, que esto suceda». Y hace una distinción entre cante jondo y cante flamenco, «distinción esencial en lo que se refiere a la antigüedad, a la estructura, al espíritu de las canciones», remitiendo a la autoridad de Manuel de Falla, «auténtica gloria de España y alma de este concurso».
Pero Valladar vuelve a la carga el 28 de febrero, abriendo en su revista una sección titulada 'En torno al cante jondo', reproduciendo un artículo de José García Mercadal publicado el 22 de enero en 'Los lunes de El Imparcial'
«Una Fiesta en Granada»
He aquí, lo que García Mercadal refería en su interesante artículo 'España vista por los extranjeros: unas notas de Andrés Gide' (…) metiéndose de lleno en el flamenquismo. Gide recuerda aún que en su primera visita a España oyó en el Albaicín una canción. (…) «Fue en la vasta sala de una posada, cantada por un mozo bohemio, y su canto, jadeante, excesivo y doloroso, 'en el que se sentía a su alma expirar a cada falta de respiración', veíase cortado por un coro a media voz, de hombres y de mujeres».
«Para diversión de algunos turistas, un empresario había organizado una velada de bailes en el primer piso de una posada del arrabal. Ya entonces repugnábame todo lo que olía a cosa preparada, pero ¿qué otro medio de ver esos bailes? Pronto ya no se exhibirán más que en los 'music-halls' y en los cabarets de París. Habanera, cachucha y seguidillas auténticas nos fueron servidas aquella noche. Sobre tres de los lados de la sala había dispuestas, en dos filas, sillas de paja y bancos reservados a los turistas. (…) La que lo bailaba, una andaluza, sin duda, de tez rosa, agitaba vientre y brazos, según la costumbre de las indias argelinas, y hacía flotar dos pañuelos, el uno color algarrobo, el otro cereza, que agarraba con la punta de los dedos. Hacia el final del baile comenzó a dar vueltas más deprisa; al principio en el centro de la sala, luego en un gran círculo, a la manera de una perinola próxima a caer (…). En el momento de pasar por delante de mí, ¡pam!, recibo el pañuelo en la cara, y el pañuelo cayó sobre mis rodillas. Hubiese querido que aquello fuese por torpeza y casual, pero era directo, súbito y concertado, discreto... Así debí comprenderlo en el mismo instante, y sentí que una oleada de sangre me deslumbraba, pues aquella travesura se aclaraba al recordar cierta canción que a veces cantaba una costurerilla que venía e trabajar a nuestra casa: cantaba aquello cuando estaba bien segura de que mi madre no podía oírla; después supe que era, sencillamente, la canción de madame Angot, «nada tartamuda, a voz en grito», etc; y allí se hablaba, en el curso de un cuplé, del sultán al que «le tiró el pañuelo». Comprendí claramente lo que el gesto quería decir; evidentemente debía ser de uso corriente en ciertos países.
Más aún que el pañuelo, que escondí precipitadamente bajo mi chaqueta, me esforcé en creer que mi madre no había visto nada, y pensé, todo sofocado, en las posibles consecuencias de mi 'aventura'... Mientras tanto, continuaba, la fiesta. No presté más que una débil atención a los movimientos de una pareja de gitanas; pero, en el momento en que este nuevo baile acababa con un delirio, vi con estupor a la gitana abandonar de repente el baile, sacarse un pañuelo del seno y arrojarlo no lejos de nosotros, sobre las rodillas de un gamo viejo que no aplaudía, pero que, con golpecitos de bastón, hacía resonar el suelo. (…)
Muy tranquilo y sonriente se apoderó del pañolito, buscó en su bolsillo del chaleco, sacó de él una moneda blanca, muy ostensiblemente la arroyó en una punta del pañuelo, hizo un nudo encima, y después, desde lejos, lo tiró todo ello hacía la española... Completamente tranquilizado, saqué de debajo de mi chaqueta el pañuelo rojo y pedí una peseta a mi madre. (…) Lo que sobre todo me despistaba era que de las siete españolas o gitanas que aquella fiesta juntaba, la que había 'tirado el pañuelo' era, con mucha diferencia, la menos guapa de todas. Es decir, que al fracasado conquistador habíale tocado en aquella ocasión bailar con la más fea. J. García Mercadal».
«La Alhambra, 28 de febrero de 1922».
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