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Relatos de verano

Clarita

francisco cervantes gil

Jueves, 4 de agosto 2022, 00:45

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No tendría ni diez años cuando conocí a Doña Angustias. Desde entonces, ese porte elegante y señorial que dejaba tras de sí, acompañado de un ' ... tronío' que solo ella sabía imprimir, permanecería indeleble en mi memoria. Doña Angustias era modista y llamaba la atención no solo en mí, sino en toda la barriada. Cosía para grandes tiendas y casas con miras hacia mozas casaderas capaces de engordar un ajuar con ilusión y a plazos; ya que, como Aracne, había superado la pericia de Atenea en el primoroso arte del bordado. Mi hermana mayor juntaba su ajuar con sábanas de carísimo algodón, de la viuda de no se qué, y yo las llevaba a Doña Angustias para su bordado, previa amenaza de responder con mi vida si algo ocurría a tan preciada carga. Así la conocí, y así se estableció una corriente de simpatía entre nosotros que le haría confiarme las entregas para el reparto sin reparo alguno. Entregas que dotaba de generosa propina, que a decir verdad me venía de perlas para mis 'gastillos' y el cine de programación doble, porque a aquella mujer que recogía su pelo negro en un moño con exquisita elegancia, al igual que me caía la mar de bien, yo también debí caerle en gracia, de modo que cada vez que requería mis servicios me dejaba deambular por toda la estancia–taller como si fuese mi casa. Un día, entre las mujeres que cosían, descubrí una chica que no rondaría más de doce años, pero que portaba en su rostro los ojos más bonitos que había visto en mi vida: era Clara, su hija. A partir de ahí, solo penetraría en el lugar a hurtadillas y mirando de reojo, tal era el rubor que me producía su presencia y su bella mirada. Un día, Clarita se acercó a mi casa para no sé que cosa y, preso de torpeza e incapaz de dominar movimientos, casi le doy con la puerta en las narices, si no es porque atinó a poner el pie en el umbral con celeridad asombrosa. Acerté, con una voz entrecortada que apenas me salía del cuerpo, a llamar a mi madre para que me socorriera en un trance tan comprometido y del que desaparecí como por ensalmo.

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