Cambio climático
David De Callejón Mayoral
Viernes, 8 de agosto 2025, 08:53
He de reconocer que me conduzco como un romántico incorregible. Despuntaba ya en el colegio, cuando deslizaba cándidas declaraciones de amor en las libretas de ... mis compañeras de pupitre. Más tarde, en el instituto, encajé, imperturbable, una lluvia de rechazos ante mis súplicas para ennoviarme. Por último, en la universidad, pasé curso tras curso pendulando desde la euforia al suicidio, según fuera mi suerte en los caminos del amor.
Aún hoy en día, me basta un simple cruce de miradas para enamorarme. Jamás llamó a mi puerta esa metamorfosis que sufren los hombres al llegar a cierta edad. Ese cambio de rasante que les inclina definitivamente a renegar del amor como si fuese una suerte de acné, un mal destinado a desaparecer tras la adolescencia.
A pesar de haber sobrepasado la cincuentena, nunca me he dejado arrastrar por el descreimiento ante el amor.
Creo que fue en julio, veraneando en el cabo, cuando una joven sonrisa se acercó nadando hasta mí, hechizándome con sus pícaros ojos. Requirió menos tiempo en robarme el corazón, que el que necesitaron sus manos para apoyarse en mí y hundirme en una primera ahogadilla.
Ana refulgía como una estrella en cualquier instante y decorado. Mi percepción del tiempo se distorsionó y tan pronto se zambullía para bucear a mi lado, como emergía entre mis sábanas para besarme. Contaba con el talento de una artista, sólo había que deleitarse escuchándola tocar el piano y, a la vez, me sorprendía su osadía y la forma en que conducía su vida, como surfeando la cresta de una ola.
Me sentí un poco avergonzado cuando me presentó a su familia. Su padre tendría mi edad, pero, al contrario de lo que me podría esperar, todos se comportaron con exquisita amabilidad y me acogieron con cariño. La casa familiar destilaba buen gusto, libros por doquier, arte, modernidad. A decir verdad, me sorprendió la cantidad de termómetros y barómetros que colgaban de las paredes, pensé que se trataba de una tendencia de decoración actual.
–Papá es friki de la meteo –me aclaró Ana con su angelical sonrisa. Babeé, lo confieso.
Nos casamos unos meses después, fue una boda sencilla, intima. Mi suegro me regaló una estación meteorológica. Me la entregó con lágrimas en los ojos que, en mi inocencia, achaqué a la emoción del momento.
Para nuestra luna de miel elegimos el Caribe. En realidad, mi primera sugerencia fue la lluviosa y romántica Irlanda, pero al percibir espanto en la mirada de toda la familia, enamorado como estaba, no tardé en claudicar y me avine a la propuesta del trópico, que al instante provocó suspiros de alivio y gestos de felicidad por doquier.
Nuestra vida de casados fue inicialmente un idilio; sin embargo, paulatinamente, comencé a descubrir repentinos cambios de humor en mi mujer. A veces, sin motivo aparente, se deprimía, lloraba o sufría esporádicos ataques de ira, tras los cuales parecía no recordar nada.
Ana no mejoró con la terapia, incluso fue a peor hacia Navidades.
No fue hasta una noche, escuchando el pronóstico del tiempo, que mi mente se iluminó con una idea que después fue cobrando más y más consistencia. El tiempo afectaba a Ana en mayor medida que a cualquier ser humano.
Así, asocié su placidez con las soleadas tardes veraniegas, su tristeza con los días nublados, sus lágrimas cuando llovía, incluso diría (me van a tomar por loco) que proporcionales a los milímetros de lluvia precipitada.
Até cabos, los fuertes vientos de poniente la encolerizaban, los abrasadores levantes la convertían en una gata en celo, que había que alejar de los hombres a rastras. Sin embargo, lo peor eran las tormentas, cuando los relámpagos convertían sus ojos en dos alfileres rojos y me veía obligado a esconder cuchillos y tijeras, por miedo a sus coléricas reacciones.
No era esta relación con la meteorología una sutil influencia en el estado de ánimo, se trataba de una comunión con los fenómenos del cielo, una transformación que anulaba su personalidad, convirtiéndola en un gemelo exacto de lo atmosférico.
A pesar de los continuos sobresaltos, no me desanimé, la amaba realmente, así que me convertí en experto en predecir el tiempo. La casa se fue transformando en una estación meteorológica con barómetros, termómetros y simuladores del tiempo... Estudié termoclimas, gráficos sinópticos, milibares… No cejé hasta ser capaz de conseguir predicciones infalibles y, de inmediato, diseñé los adecuados planes de emergencia, tracé rutas de escape y preparé maletas. Así, cuando se acercaba un frente ocluido, huíamos en el vuelo de la mañana a Canarias. Quemábamos las ruedas del coche para alejarnos de cualquier tormenta o nos lanzábamos a largas excursiones a sotavento de Sierra Nevada, cuando se preveía que el viento superaría los seis nudos.
Mi vida, aunque con continuos sobresaltos, volvió a ir bien, me relajé convencido de la exactitud de mis predicciones.
No fue hasta aquella insólita tarde, cuando perdí su amor. Me engañó el soleado día de playa y la brisa marina. El anticiclón se mostraba estable y Ana parecía exultante. Me confié, me dormí en la tumbona con la lata de cerveza sobre la panza. Cuando desperté, sentí frío. Una inesperada lengua de niebla nos había envuelto y, buscando a Ana a mi alrededor, no fui capaz de encontrarla.
En mi idiotez, había previsto cualquier fenómeno, salvo la simple niebla, fenómeno que nunca se había conocido en nuestra costa.
Maldije el cambio climático, temía cómo le afectaría aquella anomalía. Comencé a llamarla a gritos y, buscándola por la arena, me desesperé.
Di con ella de casualidad. Estaba en la orilla, miraba hacia el desvaído horizonte con esa actitud melancólica que ya le había observado antes, cuando se encaraba ante una obra de arte para contemplarla. La así por el brazo con intención de huir de allí, pero se revolvió y me miró con ojos sorprendidos, como si me viese por primera vez.
–Me siento confusa, no veo clara nuestra relación.
Desgraciadamente la niebla tardó en disiparse.
Aquella misma tarde me pidió el divorcio.
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