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Antonio Gómez Hueso
Jueves, 10 de agosto 2023, 23:07
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá es la inmensidad) que en Madinat Garnata, en tiempos del rey Muhammad III, Satán quiso probar la ... virtud de Dan al-Abdallah, un alfarero, padre y esposo, muy reconocido por su devoción al Altísimo. Un día el Maligno dirigió los pasos de una hermosa doncella llamada Tayla y la condujo al taller, con el objetivo de comprar una vasija para transportar agua. El alfarero la atendió muy amablemente y enseguida quedó prendado por aquel rostro angelical. Le vendió un cántaro de arcilla fabricado por él mismo.
Al rato de haberse marchado, Tayla volvió para reclamar al artesano que el cántaro tendría alguna raja o agujero, ya que nunca se llenaba, pese a estar largo rato bajo el chorro del agua de la fuente. Lo había tanteado por todos sitios, pero no había logrado dar con el escape. Al-Abdallah se extrañó porque él fabricaba y comprobaba cuidadosamente todas las vasijas. Tomó el cántaro, fue palpándolo y no halló grieta alguna. Así se lo transmitió a la doncella, ofreciéndose a acompañarla hasta la fuente para verificar él mismo el fenómeno.
Cuando llegaron, Al-Abdallah llenó el cántaro hasta rebosarlo. Se lo entregó a Tayla. Ella percibió que estaba lleno, se disculpó, lo colocó sobre su cadera e inició la vuelta a casa.
Al-Abdallah se entretuvo un poco comprando fruta en un puesto callejero. Iba a entrar en el taller, alguien tocó su hombro. Se volvió y se encontró otra vez con Tayla, toda ella empapada, enfadada, los brazos extendidos, devolviéndole el cántaro, que ahora estaba supurando agua. «No lo entiendo», balbuceó él. Recogió el recipiente, invitó a entrar a Tayla, cerró el portón y volvió a inspeccionarlo. No halló anomalía alguna, salvo el hecho de que el agua había transpirado, algo inexplicable. A esta altura del relato hay que dejar constancia de que había sido Satán el autor de estas jugarretas maléficas, que invisiblemente observaba con saña y jolgorio.
Tayla estaba chorreando y comenzó a desvestirse, pidiéndole a al-Abdallah que le buscara alguna prenda seca. Él salió del taller, entrando en la casa aneja, y cuando volvió con la abaya de su esposa, se sorprendió al contemplar a la joven totalmente desnuda, estrujando su túnica para desprender agua. El alfarero se turbó ante la imprevista y deliciosa visión, parecía que ella no tenía rubor en mostrarse así, y le entregó trémulo la prenda. Tayla le pidió alguna otra tela más burda para secarse antes, una especie de toalla, pues la abaya era de fina seda y no quería mojarla. Otra vez salió y otra vez volvió, en esta ocasión con un trozo de alquicel de lana. La joven recogió la tela y se la restregó, secándose y enrollándola por su cuerpo una y otra vez, agitando entrepierna, vientre y pechos, de un modo que al alfarero le pareció obsceno. Al-Abdallah se excitó contemplando el contoneo. El maligno le inspiró la abyecta idea de gozar de aquel cuerpo voluptuoso y súbitamente se abalanzó sobre ella. Tayla no esperaba la acometida, chilló y retrocedió, intentando zafarse del artesano, pero este la tenía ya asida por la cintura e intentaba derribarla para consumar sus lascivas intenciones. Satán, sonreía oculto, comprobando la debilidad del que otrora fue virtuoso varón; en aquel momento había dejado de serlo.
Mientras forcejaban al-Abdallah y Tayla, quiso Alá (que siempre está en todo) que un forastero, al que perseguían los soldados del rey por haber sido sorprendido orinando en un rincón del muro externo de la mezquita, se introdujera en el edificio donde estaba el taller, saltando desde el tejado de una casa adosada, y viniendo a caer en el jardín posterior. El joven fugitivo, de nombre Yusuf al-Makán, no se había percatado de que había hecho sus necesidades delante de un recinto sagrado y se asustó cuando comprendió la gravedad de su acción, que podría incluso acarrearle la muerte, por lo que huía desesperado. Abrió una de las puertas que comunicaba el jardín con el interior y penetró en una estancia oscura y húmeda, un almacén. Entonces oyó voces de mujer pidiendo ayuda. Fue hacia el lugar de donde provenían. Tras franquear otra puerta, accedió al taller, sorprendiendo a la pareja en su acalorada disputa carnal. Enseguida separó al agresor de su víctima y le empujó hasta hacerlo caer. Tayla cogió la abaya y se la puso. Al-Abdallah se levantó sorprendido y le preguntó al desconocido quién era y qué hacía allí. El Maligno le infundió la disparatada sospecha de que podría ser un amante de su esposa, cosa casi imposible estando él en el taller. En ese preciso instante se oyeron fuertes golpes en el portón y voces exigiendo la apertura. Eran los soldados del rey, que estaban buscando al fugitivo. Al-Makán confesó atropelladamente que iban tras él, les explicó su incidente. Pidió que le ocultaran. Con los ruidos de los golpes apareció también Anisa, esposa de al-Abdallah.
Los soldados irrumpieron en el taller, encontrando al devoto maestro alfarero junto con su fiel esposa y una joven compradora con un cántaro asido a la cintura. Manifestaron que perseguían a un hereje y se dispersaron por todos los rincones de la casa, registrando y moviendo enseres. No hallaron al fugitivo. Previamente, al-Abdallah lo había escondido en un zulo bajo el suelo, bajo una imperceptible trampilla de madera, casi hundido en un lodazal.
Cuando los soldados se marcharon, al-Makán salió embarrado de su escondite. Tayla le ayudó a lavarse en el mismo patio al que él accedió. Dan al-Abdallah y Anisa contemplaron divertidos los jugueteos de ambos con el lavado de agua. Los tres obviaron ante la esposa la agresión lujuriosa previa. Cuando cayó la noche, los jóvenes se refugiaron en la casa de la muchacha. Con el tiempo se desposaron.
Satán no pudo culminar sus maldades en aquella ocasión, ya que percibió que Alá (bendito en el tiempo) estaba presente, protegiendo y amando a sus fieles.
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