Una botella de lágrimas (o sal sobre sed)
Juan Carlos Pérez López
Martes, 6 de agosto 2024, 23:36
«Que las pistolas sean de agua y las guerras, de almohadas»
Mafe Montoya
Si con sus lágrimas hubiera podido apaciguar la sed de su ... hijita… Si hubiese tenido esa certeza… Sin pensarlo dos veces, la mujer habría llorado sin parar durante horas; hasta desfallecer si hubiera sido preciso para así llenar una botella con lágrimas, para darle de beber y calmar la sequedad que descarna su boca y despelleja sus labios. Se siente angustiada.
Tumbada junto a la niña, hunde la cabeza en la almohada para serenarse, como si con ese gesto pudiera hacer desaparecer como por ensalmo toda la crueldad desatada de manera arbitraria.
Postrada en la cama, la niña apenas atesora fuerzas para llamar a su madre, para pedirle un beso o para decirle que la abrace, su acuosa mirada hundida en una sima de negrura, en cuyo fondo se abre el negro vacío. La fiebre se ha enseñoreado de su cuerpecito, tan flacucho y flácido desde hace días. Incluso la calentura ha medrado en su cabeza, como una lombriz que horada la tierra, tanto así que la chiquilla delira, su voz convertida en un susurro ininteligible e inaudible, semejante al maullido agónico de un gatito que cayó a un pozo profundo y seco.
Apenas quedan desperdigados sobre los anaqueles de la despensa unos mendrugos de pan duro, un trozo de queso mohoso y unas pringosas lonchas de embutidos. La mujer dosifica los víveres para engatusar al hambre, que comprime el estómago y retuerce las tripas de ambas sin compasión. Aun así, ella estaría dispuesta a morir de inanición si la improbable oportunidad de hacer un trueque de comida por agua se presentase delante de ella igual que podría hacerlo el fantasma de un ser querido. Todo por su hija. Porque sabe que solo así lograría paliar la aridez que ha resquebrajado los labios de la chiquilla, hasta cubrirlos con una lívida mortaja de pellejos deshilachados. Presa de una desesperación bravía que le achicharra las entrañas, cada cierto tiempo abre todos los grifos de la casa; emiten un estertor de moribundo, pero ni siquiera una gota de cieno sale por sus bocas. El país está en guerra, y encontrar agua en las cañerías de una ciudad asediada desde hace semanas por las tropas enemigas se antoja harto difícil, cuando no un imposible a pesar de las rogativas.
Los tableteos de las ametralladoras, sobre los que se riza el zumbido de los obuses y sus posteriores explosiones, se han recrudecido durante los últimos días. La ciudad ha perdido su esencia y su sentido; dejó de ser un espacio para la vida una vez que fueron silenciadas las risas de los niños y niñas en las calles, y de igual modo en los parques, que lucen desolados, faltos del trino de los pájaros, incluso del sedante murmullo de las ramas de los árboles al ser mecidas por la brisa. Los edificios y casas metamorfosearon en enjambres de abatimiento enjalbegados por un nimbo de humo, trágica bruma en la que flamea el olor a pólvora quemada. Las calles –travesías de la muerte– están sembradas de cadáveres por recoger, sangrientas presas abandonadas a la intemperie que fueron abatidas por las balas de los francotiradores. Ni los niños más desobedientes salen a jugar a dar patadas a sus balones, menos aún con sus pistolas, vacías de agua desde un tiempo que ni recuerdan, desde hace una eternidad.
No hay esperanza que alivie tal cúmulo de desesperación. La mujer no quiere dejar sola a su pequeña, ni siquiera por un segundo. Mas está embargada por una cruel certeza: si no hace algo al respecto, la hija morirá de sed, incluso antes de que la enfermedad que la atenaza le esquilme los últimos bastiones del instinto de supervivencia, que nos hace resistir en las condiciones más adversas.
La nena se estremece al escuchar que la puerta del apartamento es cerrada. Llama a su mamá. Pero no encuentra respuesta. Está sola en la casa, prisionera en un solar de tabiques acribillados y ventanas sin persianas pero en cuyos marcos sobreviven como por ensalmo los cristales resquebrajados, una heredad nada parecida al acogedor hogar en el que vivía antes de que estallase la guerra. Los párpados le pesan como telones de acero. Vuelve a sumirse en la inconsciencia.
Apenas una hora después, la terrible y cercana explosión devuelve a la niña a la trágica realidad. La cama y la almohada se cubren con un sudario de cristales convertidos en metralla, algunos de los cuales se incrustan en su piel. El viento, que se cuela en tromba por las ventanas rotas, remueve sus cabellos. La cría tremola de frío, de miedo, sus ojos espantados. «Mamá…», susurra. Su madre no la oye. Porque la mujer yace bocabajo sobre el asfalto, a unos metros de distancia del portal del edificio donde permanecen refugiadas, la fachada apolillada por el hambre destructivo de los proyectiles incandescentes. Un viandante se acerca a ella. La gira. En la mirada estremecida y gélida de la mujer aún ondea el resplandor de la horripilante explosión del obús, así como el gris centelleo de la tristeza perpetua. El hombre arranca de entre los brazos de ella una botella llena de agua. Con su botín bien agarrado, emprende la huida. Corre feliz, esperanzado en llevar a su casa algo de agua para sus hijos. Corre. Sin mirar atrás. Corre veloz. Pero ignora que es el centro de la diana para la puntería de un francotirador, cuyo dedo índice presiona el gatillo de manera suave. Caricia de la muerte. Un disparo certero. Un cuerpo abatido. Sangre derramada. El segundo balazo hace saltar la botella de agua en pedazos, su contenido transfigurado en una llovizna inútil que no ha de caer sobre nadie ni ha de calmar la sed de ningún sediento.
La niña vuelve a llamar a su madre
–Mamá. Tengo sed, mamá –susurra.
Unas lágrimas resbalan por sus alabastrinas mejillas, y humedecen sus despellejados labios. Sal sobre sed…
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