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José A. Delgado Sánchez
Sábado, 26 de agosto 2023, 23:43
Sigfrido y Penélope eran muy buenos amigos desde que cursaban Educación Primaria, además de estudiantes relevantes. Ambos obtenían excelentes notas, incluso en el Bachillerato, que ... lo hicieron en la modalidad de Artes. Y es que tempranamente sus vocaciones se inclinaron por la pintura, él, y por la escultura, ella. Fue al final de la adolescencia cuando Sigfrido sintió una atracción intensa por Penélope, y así se lo hizo saber de manera sencilla: «Oye, Penélope, creo que me estoy enamorando; compruebo que mis sentimientos han pasado el umbral de la amistad para convertirse en amor». Ella se quedó muy sorprendida porque nunca pensó que una relación de amistad pudiese evolucionar en amorosa. Dado que no había reciprocidad de sentimientos, Penélope le dijo que podían seguir siendo amigos. Sigfrido, que no esperaba esta respuesta, quedó decepcionado, y le manifestó que para él era metafísicamente imposible conciliar el amor y la amistad en una misma persona, y que, por lo tanto, la relación había terminado. Penélope le expresó que, porque ella no estuviese enamorada, no deberían dejar de verse.
A Sigfrido no le hizo ninguna gracia la propuesta, pero asintió y siguieron con sus encuentros. Merced al tiempo de los paseos, de las cañas, de compartir charlas con los amigos y alguna que otra mirada cómplice, ella fue comprobando que también afloraba su amor por él. No obstante, quiso dejar pasar el tiempo hasta tener la seguridad de que ese sentimiento era verdadero. Viendo que éste crecía, se lo hizo saber utilizando para ello su misma fórmula: «Oye, Sigfrido, creo que yo también me estoy enamorando». Una enorme noticia que rubricaron fundiendo sus labios con un sentido beso.
Hecho público su amor, y tras una corta trayectoria de noviazgo, decidieron casarse, dado que los dos tenían resuelta la cuestión económica, y así se lo comunicaron a sus padres. A la familia de Sigfrido le pareció bien, pero no así a la de Penélope. Pensaban que eran muy jóvenes y que hoy, la gente de su edad, con la misma rapidez con la que se unen en matrimonio, se separan. «Esto no pasaba en nuestros tiempos, que cuando dos personas decidían casarse era para toda la vida», decía su madre. Penélope la escuchaba atentamente, y cuando finalizó su discurso, le dijo: «Mamá, te doy las gracias, porque sé que todo lo haces por mi bien, pero ya soy mayor, y la decisión está tomada: Sigfrido y yo nos vamos a casar».
Convencida la madre de que la situación no tenía marcha atrás, ambas familias se pusieron manos a la obra para asegurar todo el andamiaje que conllevaba el evento: lugar de celebración, vestido para ella, traje para él, menú del convite y número de invitados, principalmente. Todos estos pormenores se llevaron a cabo bajo la premisa de que el acontecimiento debería ser sonado; más aún cuando Penélope era hija única. Y así fue: casi ochocientos invitados asistieron a la boda.
Llegado el esperado día del enlace, los novios entraron en la iglesia deslumbrantes y con una visible sonrisa. Ella lucía un vestido blanco con una larga cola y su cabeza cubierta con una redecilla de encaje que le bajaba hasta la nariz, dándole a sus ojos un halo de misterio. Precisamente, este pequeño adorno, dada su singularidad, despertó la admiración del personal tanto o más que el vestido. Fue un regalo especial de su abuela, que hacía tiempo, y sin que ella lo supiera, fue confeccionado con mucho esmero para cuando llegase este momento. Una joya de otra época ya muy lejana: ¡encaje de bolillo!, pero ¿eso qué era? Y él, con su enorme cabellera pelirroja peinada hacia atrás y recogida en una cola, se colocó un traje negro y una camisa blanca rematada con una pajarita también de este color. En la iglesia, los novios seguían el protocolo y se afanaban religiosamente (nunca mejor dicho) por cumplir las instrucciones del cura. Durante la ceremonia, un cuarteto de cuerda interpretaba el 'adagietto' de la quinta sinfonía de Mahler. Por un instante, Penélope cruzó una mirada cómplice con su madre y se le humedecieron los ojos. Mientras tanto, Sigfrido, visiblemente nervioso, no paraba de sonreír. Era notorio que ambos estaban flotando, como atrapados en una nube. Un momento pequeño, pero muy esperado, fue cuando después de los «Sí, quiero», Sigfrido, como si estuviera descubriendo un tesoro, levantó la redecilla y los ojos de ella aparecieron deslumbrantes.
Acabada la ceremonia, la comitiva partió hacia el restaurante para degustar el menú que les había preparado el cocinero más prestigioso de la zona, a quien ese mismo año le habían concedido una estrella Michelín. ¡A los novios se les veía felices y radiantes! Disimuladamente, los invitados ponían sus ojos en ellos, compartiendo también su alegría. De pronto, una mirada se clavó fijamente en Penélope, y ésta, que se dio cuenta, se estremeció. Y es que no sabía quién había invitado a ese joven a su boda. Por un instante volvieron a su memoria los momentos felices que en su día habían vivido, con ese amor apasionado al que sólo los adolescentes saben entregarse de manera desenfrenada. Él se levantó, pasó por delante de la mesa de los novios, y se perdió entre la multitud de invitados. Como si de un acto reflejo se tratara, Penélope hizo lo mismo. En un momento determinado, su reciente marido se giró para besarla, pero comprobó que no estaba. «¿Y Penélope?», preguntó, pero nadie supo contestarle. De pronto, desde la lejanía, la novia avanzaba de nuevo hacia la mesa un tanto acalorada, la redecilla ligeramente caída hacia el lado derecho y con la cara radiante de felicidad. Se sentó junto a su esposo y, mirándolo fijamente, le dijo: «Sigfrido, ¡te quiero!». En la mesa contigua, aquel furtivo invitado alzó su copa y, con una amplia sonrisa, dirigiéndose a los comensales gritó: «Decid todos conmigo: ¡Vivan los novios!».
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