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Cristina Garrido Moraleda
Domingo, 13 de agosto 2023, 23:44
«Me voy a los palos», gritábamos desde la puerta mi hermano o yo con la merienda en la mano: un trozo inmenso de pan ... con una minúscula onza de chocolate La Campana.
«Me voy a los palos» era salir a jugar a la calle. Colonizar el descampado que había frente a mi bloque de protección oficial con su reglamentaria placa impresa del yugo y las flechas. Mi bloque, simétrico e idéntico a los nueve bloques achaparrados que llamaron Ciudad Jardín. Edificios revocados con chinas gordas pintadas de blanco para una ciudad con calles de barro, sin aceras y sin más jardín que su nombre. Un trozo nuevo de ciudad tan en blanco y negro como la tele que ocuparía el lugar más destacado de nuestro comedor, reservado hasta ese día al frigorífico por haber sido el primer electrodoméstico que inauguró el progreso.
«No paséis de la Hípica», gritaba mi madre desde la cocina antes de que se cerrara la puerta.
Aquellos días recuerdo que yo me preguntaba qué era la Hípica. ¿Qué sería eso de la Hípica? Para nosotros, una simple tapia encalada, churretosa tras las primeras lluvias, frontera de nuestros juegos en la calle. Después de la Hípica había aún huertos, un cortijo en el que se vendía vino, una vaquería donde comprar calostros... Un mundo en color a escasos cien metros de nuestro piso y nuestra vida ya urbana, pero en blanco y negro.
En el erial convertido a destajo en ciudad que había entre mi bloque y las instalaciones para la práctica del noble deporte hípico vedado a los del barrio, se apiñaron las primeras traviesas del desmantelamiento del tranvía que subía a Sierra Nevada. Aquellas traviesas, aquellos palos negros con olor a humo seguramente por algún tratamiento para conservarlos, dejaban de ser tarugos tiznados para convertirse, durante nuestras tardes de infancia, en el mejor y más inexpugnable de los castillos; o en un barco pirata a punto del abordaje; o en el escondite perfecto de algún tesoro secreto y olvidable por el que habíamos pagado incluso una peseta en el quiosco de la esquina.
Es curioso, pero en mi memoria aún hoy veo aquel barco, aquel castillo o el escondite secreto en blanco y negro, como en las fotos que conservo de mi infancia. Mi memoria sabe lo que hace. En esas fotos y en aquellos palos fuimos felices.
Sobre mediados de los años 70 la historia de mi familia empezó a colorearse. Primero las fotos, luego la tele…, mis recuerdos. La ciudad se desparramó inexorable por los solares embarrados en los que jugábamos después del colegio. Mis padres pudieron comprar un piso más grande, libre de placas recordatorias en la fachada, con habitaciones más amplias y ventanas correderas de aluminio. De ladrillo visto. Nos mudamos a un barrio tan obrero como en el que vivíamos, pero que creció antes y a más velocidad que el nuestro.
En febrero del año pasado llamé por teléfono a mi hermano. Desde que es abuelo y cuida de la nieta nos vemos poco. «Kiki, ¿te vienes a los palos?». Utilicé el apodo que mantuvo hasta que entró en la adolescencia y estaba inoperativo desde entonces. Mi hermano tardó en contestar y tartamudeó: «¿A..., a los palos? ¿A la Hípica? ¿Kiki?». «Es que me he comprado un piso que está justo en ese solar en el que jugábamos de niños, y me gustaría enseñártelo».
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