«Ayer murió una mujer...»
María del Mar Peña Martínez
Sábado, 17 de agosto 2024, 23:28
«Ayer murió una mujer…». ¿Oyes, Federico? Esto es lo que dice la prensa, nada más. Te recuerdo bajando la escalera de La Huerta, pletórico ... porque mencionaban en la página tres que «el afamado poeta Federico García Lorca, está en la ciudad de Granada». ¿Por eso volviste, para salir en las páginas de un periódico?
Ayer murió una mujer y, según este diario, no hay nada más que contar. Una mujer sin nombre ni apellido, sin familiares, sin desconsolados hijos. Con menos pasado que futuro, muerta como está. Después siguen las crónicas sobre política, los Santos Oficios, la Madrugá de Sevilla. No me mires así: hoy es Sábado Santo, ¿no te habías acordado? Ayer íbamos a ir todos al Campo del Príncipe, porque ya sabes lo que nos ha gustado desde siempre ir a pedirle tres favores al Señor de Piedra. Pero así es Dios: piedra pura que ni escucha, ni ve, ni siente. ¿Supersticiones? Bueno, prefiero mil veces la sincera superchería de las devociones y las romerías que la soberbia revestida de sotanas y casullas.
¿Tú te acuerdas de todo eso, Federico? ¿Aquí, después de muertos, somos capaces del olvido? Acaso ese es el purgatorio: seguir recordando palabra por palabra cada frase que nos hirió, cada momento de horror, cada instante feliz que vivimos sin saber que lo era para perderlo después y añorarlo el resto de la vida. Y de la muerte. Quizá el infierno es la nostalgia perpetua de lo que fuimos y nos quitaron. De lo que alguna vez pudimos ser. Olvidar es un retal de perdón y yo no perdono. Ni olvido, aun muerta.
No sabes cuántas veces me han preguntado dónde estabas: «¿Dónde está tu hermano? ¿Tú sabes dónde está Federico?». Pues muerto, qué más quieren saber. Como si poner un mármol con tu nombre pudiera devolverme el calor de tu abrazo, tu sonrisa socarrona, tu voz cascada recitando los poemas que ya no escribirás. Yo sé dónde está enterrado mi Manolo, dónde se pudren sus caricias, dónde se disuelve el brillo de sus ojos. Y no me consuela en absoluto.
No me hagas hablar como mamá, Federico.
Recuerdo que estando mi Concha muy pequeñita —se me fue la leche con el luto y la tuve que llevar a una mujer que tenía una niña rolliza y pelirroja—, se encontró mamá con una conocida. Tú sabes cómo es Granada: la vieja señora, la beata escandalizada, que no tiene manteca en la despensa pero se pone las alhajas al cuello para que hagan ruido al abanicarse en la Misa de Corpus. Iba madre con mi suegra, que ya la mujer no podía ni andar, ¿sabes? Doña Pilar Lustau, viuda de Fernández Montesinos, murió el día en que se estrenó 'Raza', la película de Franco. El caso es que iban las dos por San Antón y las para la mujer con mucho aspaviento y mucha contrición:
–Ay, doña Vicenta, ¿cómo está usted? ¡No sabe cuánto lo siento! –mentira, rata envidiosa: yo sé que esa descorchó un vino cuando se enteró.
–Resignación cristiana, es lo que nos queda –mamá siempre sabía dar donde dolía, ya lo sabes.
–Pero le quedan a usted sus nietos, ¿verdad? Y otro hijo, que tenían en el extranjero. No se preocupe –¿será víbora?–: tiene usted a su marido. Piense usted eso: mejor es perder un hijo que quedarse viuda, ¿no cree?
Tu fantasma nos ha perseguido siempre, Federico: «¿Dónde está tu hermano, Concha? ¿Dónde está Federico?». ¡Muerto, muerto! ¿Acaso no lo sabéis bien? Vosotros lo habéis matado. Con vuestras manos, con vuestras lenguas inquisidoras, con vuestros silencios cómplices. Federico está muerto, pero os perseguirá de por vida. Por eso quieren saberlo con tanto afán, para acallar sus conciencias podridas de culpa y de vergüenza. ¿Es la rabia la que habla por mi boca? ¡Puede! La rabia también nos persigue como un perro a la caza de las alimañas.
Ayer volví a Granada en ese prólogo de la primavera que llaman Semana Santa. Escuchaba el crujido del dolor masticar mi carne, mi alma. Pero tengo que mirar el horror de frente.
Ayer se me antojó volver a Fuente Vaqueros, pasear por La Asquerosa. Ya de vuelta, por el camino que hay entre los árboles de la carretera de Pinos Puente, mi primo Vicente, que iba al volante, maldijo algo que no entendí. Pensaba en el puchero de bacalao que nos íbamos a comer, en los trajes de los niños, en el arroz con leche. En las tres peticiones al Cristo de Piedra de los Favores. Todo se volvió mucha luz, todo lleno de sol, de blanco. Un hilillo de sangre me nubló los ojos. Y, de repente, estaba aquí contigo.
«Ayer murió una mujer en la carretera de Fuente Vaqueros a Granada. Un accidente entre el automóvil en el que viajaba y una motocicleta. Por ser Viernes Santo, no se despacharán responsos». Eso fue todo.
¿Sabes, Federico? Si me dieran a elegir entre tú y mi marido, Manolo Fernández Montesinos, lo hubiera elegido a él. No vale ya la pena, después de muertos, fingir que no me ha dolido que cada día de mi vida me pregunten por mi hermano y no me pregunten por mi esposo. Tú dejaste huérfana la Literatura. Pero él dejaba tres niños sin padre y una mujer devastada con el luto metido en el cuerpo. No me pongas esa cara, no me hagas hablar como mamá.
–¿Sabes dónde está Federico, Concha? –me preguntan. Día tras día. Hora tras hora.
Yo los observo con media sonrisa en los labios:
–Claro que lo sé, hipócritas carcomidos por la culpabilidad –y miro la vieja estantería llena de libros, señalando los tomos con tu nombre–: ahí tenéis al poeta. En sus palabras. En su obra. Jamás podréis matarlo del todo. Jamás nos lo quitasteis del todo.
«Ayer murió una mujer». ¿Me oyes, Federico?
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