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Salvador Ramos Zambrano
Jueves, 27 de julio 2023, 23:21
Nunca fueron hermanos por mucho que compartieran sangre. Nunca hubo una relación en la que estuvieran cómodos respirando el mismo aire más de cinco minutos. ... Nunca esperaron nada el uno del otro. Ninguna muestra de cariño ni unas buenas palabras. Pese a ello, algo recorrió sus adentros al verlo colgado en el patíbulo, aún con lágrimas recorriendo su cara y con las manos ensangrentadas. Solo había robado un libro.
Hacía ya una semana que su hermano había muerto. Cuando las preguntas de los chismosos se cernieron sobre él, dudó sobre cómo debería referirse al suceso. ¿Asesinato? ¿Ejecución? Ninguna respuesta favorecería su situación, menos aún cuando todos aquellos sabían de sobra el motivo por el que lo colgaron. Siguió su vida con normalidad, o al menos lo intentó. Notaba el peso de los ojos que se posaban sobre él. Bastantes más de lo habitual. No era enemigo del Estado, nunca se manifestó contra el régimen ni participó en las revueltas que se daban a lo largo del país. A ojos de los defensores de la nación era un ciudadano ejemplar, incluso más. La hambruna y el descontento general estaban siendo el campo de cultivo perfecto para cosechar terroristas.
Por primera vez desde el suceso, decidió visitar a sus padres. Las calles reflejaban la realidad de sus residentes. La basura se arremolinaba en las esquinas para el disfrute de las ratas, a la vez que la gente caía muerta frente a la mirada impasible de aquellos a los que un día llamaron vecinos. Se quedó contemplando un árbol seco sobre el que yacían, expectantes, una familia de gorriones con miradas de preocupación. De manera fulminante, una camioneta pasó callando el rezo de los pájaros. El baile que estaba teniendo el viento con las azafranadas hojas de otoño se vio suspendido por decenas de panfletos que reclamaban atención. Poco a poco se fueron esparciendo como dientes de león buscando dónde germinar. Se acercó y tomó uno. «El país se desangra», acompañado de lacerantes imágenes, formaban un grito de auxilio desgarrador. Aquel titular dibujó una amarga sonrisa en su rostro. Dudaba que sus mandatarios fueran conscientes de que no hay país sin gente.
Sonidos de goma y un estruendo le sacaron de sus pensamientos. Imaginó que su origen tendría que ver con aquellos temerarios cronistas. Al doblar la esquina sus sospechas fueron confirmadas. La camioneta, intentando esquivar una barrera de pinchos, había colisionando con la vieja licorería. El local llevaba, como poco, 18 meses cerrado, desde que el alcohol no era una prioridad ni servía como escapatoria de la realidad. Los dos integrantes del vehículo salieron por su propio pie, a la vez que un par de agentes se acercaban. Solo eran dos críos de poco más de veinte años. Una pareja convencida de que podrían cambiar el rumbo de un país. Quizás justamente ese era su problema: demasiado niños. Los guardias no dudaron, y empezó una carnicería protagonizada por el ensañamiento. Parecía personal, pues cambiaron sus armas por la desnudez de sus manos. La gente se quedó estupefacta mirando aquella escena, formando un corro a su alrededor que iba en aumento.
Sus gritos eran capaces de revolver las entrañas del más fuerte. Entre el gentío, logró ver la súplica en los ojos de aquel intento de mártir. Las lágrimas del muchacho se tornaron rojas cuando un directo homicida le abrió el pómulo izquierdo. Desvió su mirada. No había excusa para tanta crueldad. Decidió alejarse de aquel repulsivo cuadro cuando encontró en el suelo un trozo de adoquín, fruto del beso entre la camioneta y la licorería. Su cuerpo se envalentonó y, como un acto reflejo, recogió el trozo de escombro. Los golpes y gritos que dejó a sus espaldas empezaban a acompasar su respiración, cada vez más alterada. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando? En su mente, muchas voces discutían. Volvió la vista hacia el resto de personas. Sus caras escondían horror, pero nadie hacía nada. Su pulso se aceleraba. Quizás si lo hacía, el resto le secundarían. Decidido, se adentró entre la espesa multitud. Podría acabar con esa barbarie, hacer que valiera la pena por lo que estaban pasando esos jóvenes. ¡Incluso salvarles la vida! Al alcanzar la primera fila apretó con fuerza el adoquín. Estaba decidido. En ese momento, uno de los guardias se apartó dejando ver el cuerpo sin vida de la chica. Un golpe helado recorrió su espalda y, de repente, silencio. Todas las voces de su cabeza callaron. Pese a su rostro desfigurado y sanguinolento, vio cómo sus ojos miraban con la fijeza que solo los muertos pueden conseguir. ¿Qué estarían mirando tan fijamente? Se parecían mucho a los de su hermano aquel día. Respiró hondo y tensó sus músculos con ira. ¿Acabaría siendo ese también su destino? Apaleado o colgado frente a una población de pusilánimes. Dio el primer paso. Nadie ayudó a su hermano aquel día, ¿por qué hoy iba a ser diferente? El miedo se apoderó de él. Dudó. El adoquín cayó al suelo. La situación acabó cuando los nudillos de uno de los guardias se empezaron a resentir. Al otro lado de la turba, una niña le señalaba mientras susurraba algo a su madre.
Llegó a casa de sus padres los cuales le recibieron con un beso frío y un apretón de manos. Mientras tomaban café, la radio dibujaba un país que contrastaba con la imagen que se asomaba por la ventana. En ningún momento mencionó lo ocurrido. Tampoco hablaron de su hermano. Pasadas unas horas de plática trivial, se despidió de su madre con un beso y emprendió el viaje de vuelta. El azar o su subconsciente le hizo pasar por la licorería. Allí seguía la camioneta y su alfombra roja. Intentó seguir, pero no pudo más y rompió a llorar. Por primera vez veía la realidad que había estado ignorando. No era el mismo que esa mañana. Siguió pensando en qué podría hacer o a donde ir. Al llegar a su portal unos guardias le esperaban. Ellos elegirían por él.
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