Amigos
María José Morales Ortega
Martes, 6 de agosto 2024, 11:05
Era ese instante en el que la noche se convertía en madrugada. La lluvia gobernaba déspota sobre la ciudad dormida. Grises eran los edificios y ... gris el monótono adoquinado. De vez en cuando el reflejo de la luz de una farola o la iridiscencia de la luna pintaban con su brillo la oscuridad.
La gente dormía ajena, en sus confortables casas, a este ambiente umbrío. Solo un ojo muy observador se percataría de que, en la esquina entre la avenida de Piedra y el callejón de la Acequia Real, dos hombres desafiaban las inclemencias del tiempo. Uno, tumbado en la acera; y el otro, de pie contemplándolo. Había dejado de llover y los dedos del viento congelaban todo lo que tocaban. El más alto y enjuto se desprendió de su capa y se acercó al que parecía dormir. El olor a vómito y alcohol no lo disuadió de su cometido, con cuidado fue cubriendo su cuerpo, con la intención de resguardarlo del frío, y se sentó junto a él.
Así continuaban cuando el sol arribó en el cielo y se dedicó a escupir gente por todas partes. Pronto se abrieron los cafés y las panaderías. Las bocas de las oficinas y los almacenes fueron engullendo uno a uno a los transeúntes que iban a trabajar. Ellos permanecían en la esquina, invisibles a este bullicio. De nuevo el que parecía ser el cuidador compró un café con leche y un bollito tierno. Con delicadeza despertó al otro. Se miraron. A pesar de su estado de embriaguez, el beodo estaba seguro de no conocer al que le ofrecía el desayuno. Pensó que sería uno de esos voluntarios que, de vez en cuando, le llevaban bocadillos y charlaban con él amigablemente. Sin decir nada, tomó el café y se volvió a dormir.
El invierno estaba en su momento más álgido, nadie recordaba unos días tan gélidos, fueron dos semanas despiadadas. Y allí seguían los dos, desapercibidos a los ojos de los demás. Ahora el borracho se dejaba cuidar. El hombre escuálido fue quitando una a una las corazas que lo aislaban del mundo. Siempre atento, lo arropaba cuando tenía frío, le ofrecía alimentos cuando el hambre le corroía por dentro, o le hacía hablar de sí mismo, apartando el cartón de vino que llenaba su vacío emocional.
Lo llamaba 'el Muchacho'. Al oírse nombrar así, sin los pecados cometidos de adulto, el calor encendía una suave fogata en su corazón. Poco a poco lo fue reconduciendo, cada vez pasaban más noches en los albergues y comían con más frecuencia en los comedores sociales. La ropa limpia y decente, junto con un buen corte de pelo y afeitado, transformaron al 'Muchacho' en otra persona… en un ser humano.
El tiempo que pasaban en la esquina fue menguando a medida que tomaba conciencia de su problema, y así, casi sin darse cuenta, aceptó entrar en un programa de tratamiento del alcoholismo, y casi sin advertirlo, comenzó a renacer a la vida.
Su compañero le prometió que algún día lo llevaría a su casa.
—Llévame ya —le pidió.
—Aún no es el momento, amigo.
Un día, su acompañante se fue como había venido. Sin más, dejando atrás un alma agradecida. Pasaron muchos años, tantos que la piel del 'Muchacho' no encontraba pliegues por los que arrugarse. Gustaba de ir paseando hasta la esquina donde su existencia estuvo al borde del abismo. Ese diecisiete de diciembre notó cómo alguien lo observaba. Allí estaba su buen samaritano, tan alto y delgado como lo recordaba. «Ahora sí, amigo –le dijo –. Ha llegado la hora de llevarte conmigo». Sin miedo, estrechó la huesuda mano que le tendía. Nunca en toda su vida sintió tanto amor como en ese momento eterno.
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