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Pedro Martínez García
Lunes, 14 de agosto 2023, 22:58
La noche concentró en sopor insufrible el calor canicular en aquel día del mes de Agosto. Juan se levantó silencioso, no quería molestar a su ... mujer, vencida en plena madrugada por el cansancio. Vertió un poco de agua en la jofaina y refrescó el rostro, terreno tostado por el que se abría paso, por cauces naturales, el sudor que generaba su frente. Sin encender la luz, se vistió –camisa, pantalón de pana raída y botas–, salió del cuarto dejando la puerta entreabierta y depositando sobre ella una mirada pesarosa como despedida.
Bajó a la cuadra y pronto sintió la vaharada cálida con olor a paja mojada y excrementos. Aparejó la borrica con la albarda y las 'aguaeras' y puso sobre estas el sombrero de paja, la azada, la talega con la capacha y la botija del agua. Al salir por el portón del corral le subió al rostro el bochorno que, a diestro y siniestro, repartía el leve soplo del solano. Las calles estaban desiertas, y no oyó más que el golpeteo de los cascos del animal sobre el empedrado hasta que salió al camino del 'lejío'. En las eras aún pudo contemplar algunas hacinas junto al abandono nocturno de los trillos. Una fría impresión le produjo ver, a la derecha del camino, la cruz que coronaba los restos de la antigua ermita de San Marcos en aquella noche de luna llena.
Espejeaba el agua en el pilar de la Fuente Nueva con brillos de plata; acompasaba su fulgor con los puntos argentinos que la luna ponía en las gotas que resbalaban entre los culantrillos. El rumor líquido de los caños junto al cri-cri de los grillos, el croar de las ranas en la charca y el canto del cuco ponían acordes melodiosos, sinfonía natural, al escenario de sus movimientos, sin que sus cuitados pensamientos hicieran aprecio de ello.
Y en esos pensamientos, mezcla de realidad y sueño, podía ver las imágenes infantiles que atesoraba su memoria con el rosario de gente con sus mejores atavíos, rezando y cantando detrás de aquella imagen engalanada con oros y púrpura que él, hijo de padres alejados de toda creencia espiritual, solo podía asociar con la de una reina. Siempre le chocaba aquella situación. pues para él era un día igual que otro, aunque más de una vez sorprendió a sus padres en plena discusión sobre aquella fiesta y más de una vez escuchó a su padre tildar de «supersticiosa» a su madre sin entender qué pudiera significar semejante término.
Mientras la burra abrevaba libremente, era animal dócil, Juan subió las escalerillas laterales y llenó la botija, después de enjuagarla, en uno de los caños de hierro. Luego, refrescó su cuello en el otro y, acercando su cara, apenas si rozó con los labios el generoso caudal que con desenvuelta alegría caía sin descanso a la pileta. Acomodó la botija en un seno y se puso el sombrero. Estiró fuerte del ronzal para retirar al animal, que se resistía a abandonar el pilar, provocando un movimiento extraño que casi le hace perder el equilibrio y caer al suelo si no es porque se apoyó sobre las 'aguaeras' en la pared blanqueada del abrevadero. Un sonido sordo de tiestos rotos truncó la armonía de la noche, pero Juan, en otros pensamientos, no puso mientes en el suceso. Rehízo el aparejo y apretó de nuevo la cincha, montó y se encaminó, dejando atrás el pueblo y la fuente, por la senda que lo llevaría a los verdes algodonales de la vega del Guadalimar.
Cuando llegó, despuntaba el alba inundando gradualmente el cielo con su rosicler, al que la calima añadía un aspecto inquietante. Ató la borriquilla a un coque, tomó la azada y caminó entre el verdor cuajado de bolas, que no entiende de domingos ni festivos, hacia la compuerta de la acequia, por la que remolineaban las aguas rojas del río rojo, no sin antes observar que las regueras, aunque agrietadas, no estaban totalmente resecas. Podría haber esperado otro día.
El sol se fue alzando en el horizonte, aumentando proporcionalmente el sopor. Aunque el agua le corría por los pies, el calor le empezó a agobiar sobremanera. Ni el pañuelo que se puso rodeando la cabeza, ceñido con el sombrero, era capaz de contener el sudor que ya le escocía en los ojos; la camisa se le pegaba al cuerpo y estaba empapada en las axilas y la espalda. De pronto, sintió una sed acuciante. Acudió a la sombra del coque donde descansaba el jumento; tembló cuando tuvo en sus manos los trozos de barro rojo de la botija.
Aquel día no había alma en el campo. Las palabras de su mujer la noche anterior golpearon como martillazos en su cabeza: «Mañana es 15 de Agosto, no deberías ir a trabajar, por amor a nosotros y respeto a la tradición». No repuesto aún del sobresalto, con la garganta reseca y un incipiente dolor de cabeza, fue a cerrar la compuerta para cortar el agua, recogió sus cosas y se puso en camino de regreso bajo aquel 'solitrón' acompañado por el arrullo enloquecedor del fricar alas de las chicharras hasta reventar.
Un vago remordimiento le corroía; entre la sed, el calor sofocante y el martilleo de las palabras de su mujer, su camino fue un verdadero calvario. Y reflexionó…, y decidió actuar a favor de los suyos y cumplir con la tradición.
Toda la familia se aseó con los cubos de agua fresca sacada del pozo en el patio. Vistieron las sencillas galas que pudieron lucir, Juan su viejo traje de casamiento. El campaneo del tercero a misa les sorprendió en las escalerillas de la plaza. Más tarde, en la fiesta de la paloma, viendo a sus niños corretear felices por la irregular superficie del patio y el gozo reflejado en los ojos de su mujer, Juan brindó por el Dios en el que no creía y por la Virgen de los Remedios cuya imagen no veía desde niño.
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