Adicciones
María Campra Peláez
Martes, 19 de agosto 2025, 23:05
La mañana se levantó perezosa, el sol parecía que había trasnochado el día anterior y las nubes lo cubrían para que no se le notara ... la resaca. Sentada en el filo de mi cama observo el espectáculo mientras intento levantarme para ir… ya no recuerdo adonde.
Los últimos días se me antojan difíciles de definir. El lunes se une con el martes y juntos podrían ser el mismo jueves… ¿hoy era jueves? Tenía que ir a trabajar. Miro el despertador de la mesita de noche que me indica que ya llego tarde.
Me visto mecánicamente, sin pararme a pensar si esa ropa la llevé ayer o la semana pasada. Aún no estoy despierta del todo. Cojo la agenda y me paro en el último día señalado. Sí, es jueves. ¿Cuánto tiempo llevo…?
Lo que a mí me parece una eternidad, son sólo tres días, cuatro si cuento el que acaba de empezar. Porque para empezar siempre es mejor el lunes, el lunes, maldito día.
Cojo mi bolso y me voy al trabajo, hoy me apetece caminar, a ver si así me despejo y consigo distinguir lo que he hecho esta semana. Por el camino me cruzo con gente pegada a su pantalla o hablando con los cascos puestos y el móvil en la mano.
Inspiro por la nariz, expiro por la boca, técnicas de relajación aprendidas que por ahora no me sirven de mucho. Te dicen que tienes que hacerlas a menudo para que notes los beneficios.
Me paro en un semáforo y enfrente de mí un señor mayor espera a que el semáforo se ponga en verde. Nos miramos y él me sonríe. Le devuelvo la sonrisa casi sin pensar. Y no sé el motivo, pero aquel pequeño gesto me pone de buen humor.
Entro a la oficina feliz por primera vez en demasiado tiempo. Saludo con un «buenos días» alto y claro que algunos me devuelven en murmullos y otros ni levantan la cabeza del ordenador. Sé que no todos están trabajando, el WhatsApp está instalado en la mayoría de los aparatos y algunos han conseguido instalarse minijuegos para las horas muertas.
Me siento en mi mesa y preparo todo para los primeros usuarios que vienen por la mañana. Tengo varias citas ya previstas, aunque no serán las únicas. Mi trabajo es difícil porque vienen muchas quejas y acaba con mi paciencia la mayoría de las veces.
A pesar de ello, hoy es un día distinto, estoy más contenta y cuando llegan las personas que tengo enfrente las veo, empatizo con ellas y juntas logramos solucionar la mayoría de las reclamaciones.
A última hora, un joven se sienta enfrente y me entrega su demanda en papel. Ni siquiera me mira, está con los ojos pegados a la pantalla de su móvil. Y yo lo entiendo tanto que me quedo unos segundos sin hacer nada, simplemente observándolo y por un instante deseando ser él, sin problemas.
Aunque sí que tiene un problema y lo veo en los papeles que tengo sobre la mesa. Introduzco sus datos en el ordenador y le explico los siguientes pasos sin que él llegue a mirarme ni una sola vez. Se va y me quedo con la sensación de no haber hecho nada.
Cuando salgo del trabajo, me paro en el bar que hay cerca y al que dejé de ir por alguna tontería. Me siento a comer en una mesa pegada a la cristalera. Puedo escuchar perfectamente la música de fondo porque allí casi nadie habla. Podría decirse que no hay gente, pero yo me he quedado con la última mesa libre.
A mi alrededor todo el mundo tiene una pantalla delante de sus ojos, unos niños con sus padres comparten una tableta mientras los progenitores están en su propio mundo. Varias parejas están cada cual con su propio móvil y yo deseo de nuevo ser otra persona.
Una persona sin síndrome de abstinencia, una persona que pueda utilizar una pantalla sin la necesidad de depender de ella. Busco en el bolso y cojo mi teléfono, uno que compré en una tienda en el apartado reservado para las personas mayores, uno con teclas que no tiene Internet. Marco el número que he grabado como «emergencia».
–No sé si podré.
–¿Dónde estás?
–En el bar al lado de mi trabajo.
–¿Qué ves?
–Móviles.
–Hay más. Observa.
Doy un barrido por el bar mientras la camarera me trae lo que le he pedido y me sonríe.
–Unos niños están jugando con una tableta y se ríen.
–¿Están juntos?
–Sí.
–¿Qué más?
–Ahora las camareras están hablando detrás de la barra. Están muy juntas, así que supongo que se estarán contando algo interesante… Ha entrado una señora con la que parece su hija, van cogidas del brazo. Se sientan en la barra, no hay mesas. La más joven ayuda a la señora mayor y le coge el bolso.
–Muy bien, céntrate en esa sensación. Y respira, no se te olvide respirar.
Colgué mientras intentaba respirar despacio, sintiendo el aire entrar en mis pulmones.
Recordé lo que me había llevado a aquella situación, noches sin dormir, sentirme en la más absoluta de las soledades mientras hablaba con millones de personas, conectada las 24 horas del día a una pantalla, absentismo laboral, dejar todas mis relaciones verdaderas, ni familia, ni novio, ni amigos, nada. Dejar de distinguir los días y estar siempre de mal humor y cansada a pesar de lo feliz que los millones de seguidores me veían en mis vídeos.
He dejado todo eso atrás. Soy adicta y estoy con el síndrome de abstinencia. No hubo una gota que colmó el vaso, simplemente un día decidí que no quería esa vida. Han pasado tres días y medio y para mí han sido como un millón de años.
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