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María Ángeles Torró Fernández
Lunes, 21 de agosto 2023, 23:42
El 23 de abril, a las nueve en punto de la mañana, el autor se dirigió a la habitación situada al fondo del largo pasillo. ... Sacó del bolsillo de su chaqueta una gran llave y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió con un suave chirrido dando acceso a una amplia sala donde se encontraban veintinueve sillones en cuyo alto respaldo aparecían grabadas cada una de las letras del abecedario. Todas estaban ocupadas salvo seis. Los sillones vacíos correspondían a las letras L, LL, M, N, Ñ y O. Los demás estaban ocupados por personajes de la más diversa índole: mujeres y hombres de todas las edades y condiciones. Parecían dormir plácidamente. El autor se dirigió sigilosamente a los sillones cuyos rótulos anunciaban las letras P, Q, R, S, T y U. Puso suavemente la mano sobre el hombro de cada uno de los personajes que los ocupaban y les dijo:
–Levantaos. Ha llegado vuestro turno.
Obedecieron al instante y uno tras otro enfilaron el largo pasillo mientras el autor volvía a cerrar la puerta para, a continuación, seguir a la pequeña comitiva. Ya en el recibidor, se fue despidiendo de cada uno de ellos mientras les abría la puerta que daba al frondoso y descuidado jardín que rodeaba la solitaria casona.
Quedose el autor en el umbral de la puerta viendo alejarse a sus personajes. Luego se acomodó en un balancín que estaba en el porche. No dejaba de consultar el reloj con impaciencia. Las dos horas que sabía que tenía que esperar se le hacían eternas. A las doce en punto se levantó. Casi al unísono seis personajes atravesaron la verja y se dirigieron hacia donde se encontraba el autor. Este los recibió con grandes muestras de cariño mientras los abrazaba uno a uno.
–¡Bienvenidos a casa! L, has engordado a lo largo de este año. Parece que las cosas te han ido bien. LL, cuánto me alegro de volverte a ver. Tienes mal aspecto. Pareces enfermo. M, ¡qué sorpresa! Estás preñada. N, ¿has tenido un accidente? ¿Por qué vas con muletas? Ñ, has envejecido. Ya tienes casi todo el pelo blanco. O, pequeñajo, ¡cuánto has crecido en un año!... Pasad, pasad.
Los personajes entraron en la casa precedidos por el autor, que les condujo a una habitación que parecía ser un confortable despacho. Lo presidía una gran mesa atiborrada de libretas apiladas. Frente a ella se disponían seis sillas donde se acomodaron los personajes, mientras que el autor se sentaba en un sillón detrás de la mesa. A continuación, sacó de uno de los cajones una libreta por estrenar. La abrió, cogió un bolígrafo y ordenó con voz solemne:
–Comenzad.
Pausadamente, los personajes fueron relatando lo que les había acontecido a lo largo del año que faltaron de casa. El autor tomaba notas sin descanso. Enfebrecido, inquiría detalles: preguntaba por los paisajes, exigía conocer la decoración de las casas donde habían vivido, indagaba en sus sentimientos, hurgaba en sus pasiones…
Durante todo el día, autor y personajes, trabajaron sin descanso. Extenuados, a las doce de la noche, cuando el 23 de abril acababa de fenecer, dieron por terminada la sesión.
–Os merecéis un buen descanso. Vamos, queridos.
Los acompañó a lo largo del pasillo y volvió a abrir la puerta del fondo. Uno por uno se fue despidiendo de ellos:
–Adiós, queridos. Como siempre, habéis hecho muy bien vuestro trabajo. Ya se está cocinando en mi mente mi próxima novela. L, esta vez serás Laura, una celosa patológica. Tú, LL, vas a ser Lluis, un catalán independentista. M será Magdalena, la que espera un hijo de Lluis. De ti, N, que pasaré a llamarte Nuria en esta ocasión, haré una sensacional mártir de las circunstancias. Ñ, tú serás Ñaqui, un vasco cerril y obcecado. O, pequeño Oriol, no esperaba que me dieras tanto juego. Eres un auténtico diablillo.
Los personajes se acomodaron en sus respectivos sillones e inmediatamente cayeron en un sueño profundo. El autor cerró la puerta y regresó a su despacho. Abrió el ordenador y comenzó a escribir: «Laura entró en la pensión con paso decidido…».
Durante meses escribiría compulsivamente sin apenas tomarse un respiro para comer o dormir. Para noviembre la novela estaba concluida y en navidades la nueva obra del gran y prolífico autor ocupaba todos los escaparates de las principales librerías del país.
El autor se tomó un merecido descanso a partir de entonces. Abandonó la casona, no sin antes asegurarse de que todas las puertas quedaban bien cerradas.
El 23 de abril del año siguiente, la verja chirrió al paso del autor, que cruzó con celeridad el porche donde se encontraba un balancín. Abrió la puerta de entrada a la casa. Eran las 9 en punto de la mañana. Del bolsillo de su chaqueta sacó una gran llave y se dirigió a la puerta situada al final del largo pasillo, la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió con un suave chirrido. El autor se dirigió sigilosamente a los sillones cuyos rótulos anunciaban las letras V, W, X, Y, Z y A. Puso suavemente la mano sobre el hombro de cada uno de los personajes que los ocupaban y les dijo:
–Levantaos. Ha llegado vuestro turno.
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