76
andrés rocamora
Domingo, 17 de julio 2022, 23:16
Todos los días pasa por esta calle. Transita los mismos lugares, idénticos recorridos, trayectos que puede hacer con los ojos vendados, sin pensar, como autómata. ... La rutina se instala en su vida en un orden cronológico y con una exactitud escrupulosos. Solo la naturaleza adorna la monotonía por medio de colores propios de cada momento, y proporciona la falsa sensación de cambio a través de gamas de grises, azules, marrones, humedad y brisa.
Hasta entonces, no se había parado a reflexionar sobre esto. Por primera vez desde que tiene uso de razón se detiene en un lugar de esa calle, por la que siempre camina sin pausa. La poca gente que merodea a su alrededor se ve sobresaltada por el brusco desajuste que este hombre acaba de provocar en su plano de realidad. Se trata de algo inesperado, no programado, y los rostros de las personas reflejan un cierto halo de desasosiego, aunque, claro está, es una reacción instintiva de la cual no son verdaderamente conscientes.
Durante la parada se dispone a observar la realidad que lo envuelve: el cielo presenta el azul anaranjado cegador de los días calurosos de verano, tan cálidos que nos ensordecen por momentos y cuando algo se oye es en forma de vibración amortiguada sin significado alguno para nuestra vida.
Un sol de justicia –piensa, sin saber por qué, ni a cuento de qué, mientras sonríe.
Los transeúntes prosiguen sus quehaceres como hormigas aisladas, desorientadas, que vagan intentando alcanzar el camino correcto hacia su hormiguero, y la calle por unos segundos queda desierta. Una antiquísima puerta de madera roída por el paso de los años aprovecha el instante de soledad para gritarle de forma amortiguada, de la única forma posible, como anteriormente se ha indicado, debido al ambiente tórrido.
A todos nos han formulado alguna vez la pregunta filosófica de que si un árbol cae en el bosque y no hay nadie allí para presenciarlo, ¿produce ese árbol algún tipo de sonido? Él sabe ahora a ciencia cierta que la respuesta es negativa. Solo él ha percibido la llamada quejumbrosa de la puerta y, si no se detiene como cualquier otro día, ningún ser escuchará el grito, porque no ha habido tal grito, a pesar de que el árbol ha caído en el bosque.
–¿Y si nada de lo que veo realmente existiera? Me refiero a que no sea auténtico, material, o su apariencia sea engañosa tal como Platón lo planteó hace siglos en una calle muy parecida, solo que se encontraba en el interior de una caverna.
Su vista sigue fijada en la puerta, que a escasos centímetros por arriba luce un número de color ceniza sobre una pequeña placa blanca que parece ser de mármol.
–76. Las casas a este lado son pares, pero esta calle no es lo suficientemente larga para tantos números. ¡Qué extraño! Teniendo en cuenta los números de enfrente, yo no diría que debieran superar el 22 o 23, y eso incluyendo la barbería, la tienda de comestibles, el pequeño telar y las dos tabernillas que hay a cada extremo.
El calor se hace aún más insoportable entre sus pensamientos febriles a estas horas tempranas de una tarde de verano. La gente ha desaparecido por completo de su vista. Le asalta el pensamiento urgente de dirigirse a una de las tabernas para disipar la crisis que está sufriendo con una intensidad demencial.
Dos niños descamisados de unos siete u ocho años de edad, piel muy bronceada y oscura, fruto de exposición excesiva al sol, y churretes de horas eternas de calle repletas de juegos polvorientos, salen victoriosos de la tienda de comestibles con pantalones cortos y chancletas, poseídos por el espíritu enérgico de la juventud, en sus manos portando de manera majestuosa sendos polos de lima limón.
El hombre respira más tranquilo. El primer aire que exhala parece contaminar su aura al haber estado retenido en sus pulmones durante más tiempo de lo normal, aunque no se nota demasiado en este ambiente delirante de calima. Extrae un cigarrillo del paquete de Celtas del bolsillo izquierdo de su camisa beige, desabotonada hasta la mitad del torso, lo enciende con parsimonia y, tras darle una buena calada, sus ojos buscan de nuevo la puerta que ha sido el detonante de todo este pequeño nuevo universo improvisado. Siente enojo al darse cuenta de que ahora se encuentra abierta de par en par, y no ha podido ver cuándo ha sucedido este cambio ni quién ha sido el responsable.
El caso es que ese lugar le resulta familiar, especialmente ahora que tiene la oportunidad de escudriñar su umbral y las paredes parecen invitarle a adentrarse en su interior. Una joven morena se asoma fugazmente. Cruzan sus miradas y él queda embelesado por su belleza. Unos ojos grandes y labios carnosos destacan de entre unos rasgos que son en su totalidad bastante perfectos. Ella le sonríe, como si lo conociera de toda la vida, y él, después del tímido saludo por medio de un apenas perceptible movimiento con la cabeza, continúa su camino hasta llegar a la taberna del final de la calle.
–Un vinito, ¿verdad, maestro? –le sirve el camarero sin esperar respuesta alguna—. ¡Què días de calor llevamos!
El hombre, que no puede quitarse del pensamiento a la joven morena de ojos y labios forjados por la perfección de Dios, termina de beber con rapidez su chato de vino con la idea de regresar cuanto antes hacia la puerta, que espera encontrar aún abierta para cruzar su umbral.
–Vaya usted con cuidado –lo despide el camarero.
Él la encuentra barriendo justo en la entrada, frente a la puerta.
–¿Ha visto usted cuántas pavesas? Deben de estar quemando cañas de azúcar –le dice el hombre con torpeza, para romper el hielo.
La anciana, resignada, lo toma de la mano, mientras cruzan juntos como cada día el que ha sido el umbral de su casa durante los últimos sesenta años.
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