192
Manuela Moriana Moles
Viernes, 16 de agosto 2024, 19:36
Han pasado veinte años. Veinte años de ausencia. Muchas veces me pregunto cómo serían tus hijos. La chica de las fotos del fondo de pantalla ... de tu portátil estuvo en el funeral. Lo sé porque la reconocí entre la gente. No te dio tiempo a presentárnosla, pero yo sabía que era tu novia. Me llevaron a la iglesia porque pensaron que me haría bien despedirme. Me pasé todo el tiempo encogida sobre un banco, después me trasladaron a casa. ¿Cómo se puede despedir a un hijo?
–Jorge, date prisa o se nos escapará el tren y no tengo ganas de correr –te dije, mientras me terminaba de sacudir los síntomas de otro madrugón y el frío de la mañana, ante un café bien cargado y caliente.
–Ya voy. ¿Dónde has puesto mis vaqueros grises? Si no tocaras mis cosas tardaría menos en encontrarlas –me contestaste.
–¿Pero qué pelos son esos que me traes? Tienes que cortártelo un poco. Hijo, de verdad, pareces uno de esos que tocan en el metro –te regañé en cuanto te vi aparecer.
–Si me vas a estar dando la brasa todo el camino, mejor cojo el siguiente tren –me replicaste.
Han pasado veinte años. Veinte años de terapia. ¡Cuánto daría por uno más de esos besos, casi obligados, con los que me rozabas levemente las mejillas! Resuenan en mi mente los detalles de aquel día, como un repique de campanas, grabado para siempre en mi memoria sonora.
Cuando llegamos, casi corriendo, a la estación, nos subimos en el vagón número seis del que iba Atocha. Tú para la universidad y yo para el despacho. Nos sentamos juntos, olías maravillosamente bien a loción para después del afeitado y a colonia y también a canela, la fragancia tejida en tu piel desde que naciste, y que yo aspiraba profundamente mientras te alimentaba con mi propia leche.
Te habías hecho mayor casi sin darnos cuenta. Tu padre y yo estábamos muy orgullosos de ti, aunque yo te criticara por tu vestimenta. Serías el primer ingeniero de la familia: guapo como tu padre, brillante en los estudios como yo, con mucho más carisma que cualquiera de nosotros y con toda la vida por delante. Dicen que las desgracias unen, a tu padre y a mi nos separó. No puedo evitar verte en él, aunque más viejo, y me enfurece que pudiera pasar página.
Han pasado veinte años. Veinte años robados al tiempo. Me fundo con el dolor y el amor que por partes iguales fecundan mi alma pisoteada. Revivo cada día tu olor a canela y loción de afeitado, para que no se me desdibujen en la memoria del olfato.
A las 7:37 de esa mañana de marzo nuestras vidas se truncaron: la tuya se apagó y la mía se adentró en una caverna de la que no conozco la salida ni tampoco la busco. Un gran estruendo, un sonido ensordecedor y después el caos. Había estallado una bomba, no creo que tú llegaras siquiera a saberlo. La oscuridad y la locura entraron por mis ojos y se adueñaron de todas mis vísceras para siempre. Después caí inconsciente y en un hospital me hicieron despertar. No tuve que preguntar por ti a las caras que me miraban de forma conmovedoramente estúpida. Yo lo sabía, lo sabía, pero no quería que nadie me lo dijera. No quería escucharlo, no soportaba ni soporto la palabra muerte. Ningún padre debería de sobrevivir a un hijo. No es natural.
–Antonia, ¿cómo se encuentra? Antonia, está en el hospital, su marido está fuera ¿Quiere que le avisemos? Antonia, ¿entiende lo que le digo? –me ametrallaban a preguntas.
–Dejadme, dejadme, dejadme –les contestaba mientras apretaba los párpados. No quería ver a nadie, no quería hablar con nadie, no quería saber, no quería pensar, no quería respirar. Después me enteré de que fueron 192 fallecidos; quise ser la 193. El sabor de mis propias lágrimas saladas quedó fijado para siempre en las papilas de mi boca.
Han pasado veinte años. Veinte años de derrumbe, de alma en ruinas. 192 ejecuciones, 192 familias expoliadas. Algunos de las Asociación 11M creen que un día volverán a ver a los suyos. Les envidio, yo no creo en nada.
Me quedo en este Bosque del Recuerdo con sus 192 árboles y me siento junto al tuyo. Vengo todas las semanas en autobús, llego apenas casi sin aliento desde la parada. Dicen que es asma: yo sé que es tristeza. No volveré a entrar en una estación de tren. Aquí hablo contigo aunque sé que no me escuchas, si lo hicieras te quejarías de que repito lo mismo en cada ocasión.
Me quedo en este lugar varias horas y pienso en ti, con el alma desgarrada y los pulmones tristes. Dicen que hay que perdonar para cerrar las heridas y avanzar. Yo no quiero perdonar. Antes temería el castigo de Dios por no hacerlo. Ya no creo en Dios.
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