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El año que leímos el Quijote

El año que leímos el Quijote

Lorenzo Silva

Jueves, 6 de diciembre 2018, 00:02

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En diciembre de 1978 yo tenía doce años y cursaba séptimo de EGB. La vida empezaba poco a poco a ir en serio, y también la literatura. En séptimo tuve como profesor de Lengua a don José, un tipo duro y por momentos atrabiliario, pero que conocía su oficio y acertaba a meternos en la cabeza cosas que habían de perdurar. Fue él quien me obligó a comprar mi primer Quijote y quien también me hizo leer varios capítulos escogidos. Los eligió tan bien que poco después, y sin que nadie me lo exigiera, me zampé el libro entero. Recuerdo pues 1978 como el año en el que me encontré con el viejo hidalgo, sus chifladuras y sus lucideces. Leí su historia como una novela de aventuras; calamitosas y sin tino ni propósito, pero aventuras al fin y al cabo y, como todas las de su especie, dignas de ser contadas y recordadas.

Era una niñez de descampados, pocos juguetes y demasiada imaginación. No tuvo especial mérito que los damnificados y bendecidos por ella nos hiciéramos lectores y escritores. Había sus peligros: el Cuatro Vientos que me vio crecer estaba cerca de barrios donde el caballo de la heroína circulaba a galope tendido y sus jinetes suicidas no reparaban en medios para pagarse la dosis. Ningún niño de aquellos pagos y aquellos días dejó de verse apuntado por una navaja o el amago de ella bajo la cazadora e intimado a entregar cualquier objeto de valor —o la merienda—. No llegaba la sangre al río ni el miedo al pánico, por lo general, pero ahí estaba la cosa, como un recordatorio de que el mundo podía ser mejor de lo que era, y también podía ir muy a peor.

Había una cadena y media de televisión y todos sus programas eran líderes de audiencia. Había buenos profesionales delante y detrás de las cámaras, y lo que los chavales de doce años veíamos tenía más altura, en promedio, que lo que hoy consumen chicos y grandes, aunque resultara más envarado y medido; tampoco el envaramiento y el comedimiento, dentro de un orden, eran tan horrendos, ni es tan fabulosa la desfachatez cuando fluye a todas horas y en todos los formatos posibles.

En las calles, de vez en cuando, había algaradas, y grises que entraban como elefantes en cacharrerías —al fin y al cabo, eran del mismo color— y a los que unos se enfrentaban y otros evitaban ofrecerles el cuerpo, sin pensar en uno u otro caso que les incumbiera a los agentes moderar la intensidad con que le descargaban la porra a quien no se aviniera a circular. También de vez en cuando los etarras volaban por los aires o abatían de un plomazo a un uniformado, y para aquellos que vivíamos en colonias militares eran rutina la vigilancia y los cambios de itinerario de nuestros padres, que sabíamos vagamente que un día podían no salir o no volver, aunque no pensábamos mucho en ello ni teníamos la sensación de que le importara a casi nadie más que a los que nos veíamos señalados por la amenaza.

En esas, sometieron a referéndum una constitución. Decían que esta vez no era como todas las anteriores, impuesta por unos para avasallar y someter a los otros. Que esta vez saldría bien. Visto el patio, parecía una idea del hidalgo loco, pero la gente la votó en masa y salió adelante. Cuarenta años después, hay algunos descampados y heroinómanos menos, muchas más televisiones, los antidisturbios miden cuando pegan y los etarras ya no pueden abatir uniformados. Siempre falla algo, pero no hay memoria de obra humana alguna que saliera perfecta.

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