Huir del hombre solo
Como de la peste. Si ven a un hombre solo sentado en la terraza o en la barra de un bar o cafetería, huyan. O, ... al menos, siéntense lo más lejos posible de él. Por su propia seguridad, mental y auditiva. Lo de ayer, por ejemplo. Conste que llegó después y ocupó la mesa de al lado. Tenía camisa, pelo, barba y gafitas de existencialista francés. De intelectual para arriba, vamos. Pidió un descafeinado con hielo, se retrepó en su asiento, blandió su móvil y… el horror. Empezó a ver y a escuchar videos infames y lo único filosófico que hizo fue amargarnos la existencia.
También es cierto que, en otra mesa, una mujer amenizó su desayuno, y de paso el del resto, con una muy intensa conversación telefónica repleta de consejos y admoniciones que comenzaban con: «lo que tienes que hacer es»… Pero por regla general, los hombres somos más pesados y dados a emitir todo tipo de ruidos y sonidos de lo más molesto. Como el que estaba cinco mesas más allá con un grupo de ¿amigos? a los que torturaba con sus fantasías húmedas sobre lo que le habría gustado ser soldado en los tiempos de Alatriste.
El ruido. El ruido es una plaga en absoluto silenciosa. Una auténtica maldición bíblica que, en verano, tiempo de ventanas abiertas, aturde más aún si cabe. ¿Leyeron ayer lo de Juan Jesús García y el Jazz en el Lago de Atarfe? A algún genio se le ocurrió poner la barra junto a las sillas del público y, los solos del trío de Chano Domínguez tenían que sobreponerse a las voces de los camareros, al runrún del público que esperaba sus cuestionables bocatas de lomo con queso y a los topetazos de las puertas correderas de las neveras al abrirse y cerrarse, más contundentes que las baquetas de la batería. ¡Con lo sensacional que era ese entorno con su kiosco, ahora cerrado, sus mesas, carne a la brasa, atención exquisita… y a lo que lo han reducido!
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