Se darán cuenta de que, durante los últimos meses o años –desde que el poder lo ostenta la izquierda–, no hay sesión de control al ... Gobierno en el Congreso de los Diputados que transcurra por los cauces normales de la corrección política y verbal. Entendiendo esto último como lo que siempre fue: un diálogo o una discusión en el marco del más indispensable respeto democrático y, por qué no decirlo, también personal. La última andanada del líder de la oposición, Pablo Casado, en el atril del Parlamento estuvo incluso aderezada con un «coño» cuya inclusión, al parecer, fue muy calculada. Tenía su base en otro «coño» que usó el presidente del Gobierno en 2015, en una rueda de prensa improvisada en la calle, al borde del río Ebro, para exigir a Rajoy que visitara esa tierra. En política –sobre todo en la actual–, seis años son toda una vida.
No hay más que ver el estilismo y la aparente bisoñez de Sánchez en ese vídeo, grabado casi al final de su primera etapa como secretario general del PSOE. Bueno, pues Casado sacó del baúl de los recuerdos semejante reliquia para justificar otro exabrupto más que completa la larga lista de barbaridades, insultos, medias verdades y mentiras con las que nos obsequia a quienes aún escuchamos por la radio las indecentes sesiones parlamentarias. Es decir, desarrolladas en ese templo de la democracia española en el que, según a quien se pregunte, no cabe un señor con rastas y vestimenta casual, pero sí una cuadrilla de señores muy bien trajeados pero con la lengua más sucia que el palo de un gallinero.
Entiendo que Casado se sienta empujado por su derecha por la extrema derecha –valga la redundancia, dado que en esta columna ya saben que no hay cabida para los nombres propios de esa gente– y por la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso, a lomos de su 'cerebro' Miguel Ángel Rodríguez, en semejante carrera desenfrenada por ver quien la hace o la dice más 'gorda'. Sin que disponga de consejeros que le sugieran actuar como en Europa lo hacen desde Ángela Merkel a Emmanuel Macron, pasando por los primeros ministros de Países Bajos o Grecia, Mark Rutte y Kyriakos Mitsotakis. Por no mencionar el ya conocido estilo moderado de su compañera de partido en la Unión Europea, Úrsula von der Leyen. ¿Ustedes se imaginan a cualquiera de estos mandatarios y mandatarias usando ese lenguaje soez en sede parlamentaria? Yo no. Pero claro, sería mucho pedir al lanzador de huesos de aceituna y, a la sazón, secretario general del PP, Teodoro García Egea, ofrecer un consejo a su líder medianamente razonable para el interés general. Él, como se ha podido comprobar hasta la fecha, no es mucho de dar, es más de recibir, sobre todo por parte de la vicepresidenta Yolanda Díaz, cuyos mandobles dialécticos desde su escaño resuenan hasta en Murcia. Cuestión de inteligencia.
Y, sinceramente, pienso que es una verdadera lástima. Porque creo a pies juntillas que, para que una democracia sea fuerte y, sobre todo, duradera, es necesaria la solidez de un partido de centro-derecha. Tan liberal como demócrata, al estilo de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) alemana. Radicalmente opuesto a la ultraderecha para que los votantes conservadores tengan meridianamente claros los límites entre un partido demócrata y otro que no lo es en absoluto. Defensor de todos los principios constitucionales sin excepción e impermeable a los cantos de sirena de personas sin escrúpulos que llegan a las instituciones con el único fin de socavarlas.
No me invento nada. Podría estar compuesto por gentes tan dignas como José María Lasalle, Borja Sémper o José Luis Ayllón, a buen seguro incapaces de conducirse como la actual dirección del Partido Popular. Incluso podría tener cabida el propio Casado, que no creo que sea tan mal parlamentario como se empeña en aparentar. Tuvo momentos incluso brillantes en el pasado, aun a pesar de esas evidentes lagunas intelectuales que, dada su juventud, está a tiempo de rellenar. No le hicieron un favor facilitándole –en apariencia– el engorde de su currículo ni se lo hacen ahora inflamándole el discurso. Porque, al fin y al cabo, la mayor parte de la ciudadanía deseamos a toda costa que nos alegren la vida, que nos saquen de esta deriva de absoluta negatividad. Ya somos incapaces de soportar un solo 'coño' más, una zafiedad más, en lo que debería ser un lugar sagrado para la democracia.
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