Un tipo intenta tirar en una de las altas canastas del botellódromo. Pepe Marín
De Graná

Baloncesto callejero en Granada: cuando las canastas son más altas que tus sueños

¿Se han preguntando alguna vez por qué no hay un montón de jóvenes jugando al baloncesto en las pistas del botellódromo? Porque es casi imposible encestar

Domingo, 8 de junio 2025

Con la tarde agotada, en esas horas en las que el sol se despide pero sigue siendo de día, la gente sale a hacer deporte. ... En las pistas del botellódromo –quién lo iba a decir– hay un par de niñas patinando de punta a punta con una elasticidad que da envidia verlas. Yo patiné dos veces en mi vida, en dos fiestas de cumpleaños seguidas, una un martes y otra un jueves, las dos en el mismo sitio: Don Patín. El primer día aprendí. El segundo, me rompí la muñeca. Nunca más. También hay padres con sus hijos jugando al fútbol y, al fondo, en las canastas, un grupete de seis americanos que parecen sacados de Brooklyn con East River.

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Los yanquis acaban de llegar y, a falta de una minicadena tipo Will Smith, tienen el móvil conectado a unos altavoces inalámbricos. A ritmo de hip-hop se suben los calcetines hasta las rodillas, se colocan una cinta en el pelo, botan el balón y lo sobetean con la palma de las manos. Cualquiera que haya jugado una pachanga reconoce esa poderosa sensación de saberse el hijo perdido de la NBA. Sí, los americanos son poco menos que la resurrección de Nikola Jokic, Luka Doncic, Giannis Antetokounmpo, Jayson Tatum, Stephen Curry y Lebron James. Uno de ellos, digamos que Curry, se pavonea por la cancha y anuncia que va a efectuar el primer tiro de la sesión. Por su forma de botar y de moverse, uno diría que va a entrar limpia, que nació para esto. Curry se coloca de tres y mueve su cuerpo de una manera orgánica y preciosa. El tiro sale en una parábola perfecta que, sin embargo, ni siquiera roza la canasta.

Doncic, Tatum y James se parten de risa y se chocan las palmas y los pechos así, como hacen en las películas americanas. Lebron James agarra el rebote y, guiñando un ojo, lanza a canasta. Tampoco llega. «What the fuck?». Los seis campeones se colocan debajo del aro y suben y bajan los brazos con una desidia absoluta. De pronto, como John Travolta en el famoso meme, entienden por qué no hay nadie más jugando allí: las canastas están altísimas.

Que no, que no se puede jugar. P. M.

Una canasta normal mide 3,05 metros. Las del botellódromo deben rondar los 3,30 metros. Son, efectivamente, muy altas. Tanto que es un reto considerable lo de encestar. Al principio, uno piensa que lo mismo las han puesto así para que las futuras estrellas del baloncesto entrenen igual que Goku y Piccolo, cuando se ponían ropa que pesaba un quintal para hacerse más fuertes. Pero basta un análisis de la estructura para comprender que se trata de otra cosa más prosaica. Las canastas no son canastas. A ver, son canastas, pero no como las que encontraría en un patio de colegio o en un polideportivo. Son canastas soldadas a viejas farolas. O eso parecen, viejas farolas que han pasado por el taller de Bricomanía: «¿Hacer una canasta? Muy fácil. Solo necesitamos unos postes recios y un buen par de seguetas y hala, a jugar».

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Las canastas inalcanzables, de pronto, me parecen una metáfora dolorosa del Fundación CB Granada. Qué pena el descenso. Le tengo un especial cariño al equipo, sobre todo por su entrenador, Pablo Pin. Fuimos al colegio juntos y todos los chiquillos siempre supimos que estaba en otra división. Además, es que es un buen tipo. Muy bueno. Creo que la gente del baloncesto, en general, lo es. Recuerdo ir a los paseíllos universitarios y jugar allí con Liñán, leyenda del Granada, al que ahora veo de vez en cuando paseando con sus niños por Plaza de Gracia. Y los jueves compartía pachanga con Álex Gómez Haro, al que acaban de convocar en el equipo técnico de la selección española u20 femenina. Los tres son ese tipo de personas que, si se encontraran bajo las canastas-farola del botellódromo, se partirían de risa, agarrarían el balón con más fuerza y jugarían hasta hacerlas pequeñas. El resto nos conformamos con abrazar la farola y verles brillar, que no es poco.

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