A. AGUILAR

Los perdedores del Parque García Lorca

Crónicas de Graná ·

El parque es un Scalextric de corredores donde se encuentran los extremos: familias que pasan el día, jóvenes que fuman porros, deportistas inesperados, patos y perros enamorados, un club de la lucha y, claro, el rey de los toboganes

Sábado, 7 de marzo 2020, 20:50

Todos los que corren por el García Lorca se llaman igual. Su ropa, su sexo, su música, su edad, nada importa. Todos son el ... mismo ritmo, la misma cadencia, la misma mirada cómplice al pasar a su lado, la misma sonrisa cordial del que sufre con el otro; la misma persona. Los que corren por el García Lorca son perdedores, en el sentido más noble de la palabra: personas que no aspiran a ganar ninguna meta, tan sólo buscan la carrera.

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El corredor está agachado, revisando los cordones de sus zapatillas. Se levanta poco a poco, asegura el móvil en el brazo y recoloca los auriculares inalámbricos como el que aprieta un tornillo travieso. Justo antes de lanzar la primera zancada, observa la silueta de los alargados cipreses sobre un hermoso cielo anaranjado. «Parecen cohetes a punto de despegar», dice. Trota junto a una agradable brisa que remueve las hojas y la tierra a su paso mientras suena 'Qué bien', de Izal, justo por donde la había dejado el último día. «Qué bien que por mis nervios corran impulsos que me cuentan que estás en mi habitación». Sin embargo, ninguna canción podría silenciar los chillidos de David, en lo más alto de los columpios del parque.

«Este es nuestro parque favorito de Granada. Hay muchos niños, pero se puede respirar. ¿Has estado alguna vez en la Plaza de Gracia? ¡Es agobiante!»

David es uno de los incontables niños que se mueven sin parar entre balancines, cubos de tierra, toboganes y esos mareantes columpios que dan vueltas sin parar. «Este es nuestro parque favorito de Granada. Hay muchos niños, pero se puede respirar. ¿Has estado alguna vez en la Plaza de Gracia? ¡Es agobiante!», explica Javi, uno de los padres que descansa en los bancos de enfrente, divertido ante las ocurrencias de los niños. Los chillidos de David vienen del tobogán central, el rey de los toboganes de Granada, un tubo metálico al que se asciende por una escalera de caracol, como si fuera un faro en un tebeo de Tintín. David está arriba del todo, sentado en el hueco de salida, con los pies rozando el deslizante transportador de risas. Pero él no ríe, chilla. Y casi llora. «No se atreve», dice su padre, abajo. «Voy a por él». El adulto sube las escaleras mientras eleva la voz sobre el resto de niños que espera impaciente su turno para lanzarse. «Tranquilo, hijo, ya voy», dice. Cuando llega a su lado, el hombre se sienta junto al zagal y le habla al oído sin hacer el más mínimo aspaviento. Tras unos segundos de silencio se escucha la advertencia: «¡Cuidado, que vamos!». Y, al momento, padre e hijo salen del tobogán, uno sobre el otro, como si fueran un bobsleigh de competición.

F. Rodríguez

«¡Otra vez!», grita David mientras el corredor pasa por delante y continúa su marcha a buen ritmo, controlando la respiración. Tras tomar la curva deja a su izquierda la terraza de La Huerta de Lorca, un restaurante cafetería que, para los paseantes de entre semana, lleva cerrado años. Y no es así.

Sábado a mediodía y luce el sol. Un grupo de amigos disfruta de una cerveza fresquita en la terraza. Rondan los cuarenta años. Charlan del fútbol y de las series con las gafas de sol puestas y la espalda relajada. De vez en cuando echan un rápido vistazo al fondo, al otro lado del parque, donde sus hijos juegan. El camarero se acerca a su mesa y les empieza a dejar platos a todo lo largo: tomate aliñado, ensaladas, patatas a lo pobre, pollo a la parrilla, pan... Una de las madres mueve la mano en al aire, como si lanzara una bengala en mitad del mar. Los niños ven la señal y salen disparados hacia la mesa. «¡Comida!», gritan eufóricos. El corredor cruza junto a la mesa y aprieta el paso para que el aroma del pollo no le pille la vez.

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El restaurante La Huerta de Lorca se ha convertido en un plan ideal para las familias

Vuelve a ser el atardecer y en la vía principal del parque destaca un grupo de chavales que deben rondar los veinte años. Se están peleando por turnos, entrenando en una especie de clase de defensa personal; un club de la lucha. No se llegan a zurrar, pero lo parece. Por eso, cuando el coche de policía se adentra en el parque, se marchan silbando, como si supieran lo que va a pasar. La policía les alcanza junto a la puerta lateral y les pide sus identificaciones. Más adentro, en la parte más oscura del parque, hay otro grupo de jóvenes de edades parecidas. Son siete, cuatro chicos y tres chicas. De vez en cuando se iluminan con la linterna del móvil, se hacen una foto y siguen riendo. Al pasar cerca, como con el pollo, el corredor tiene que apretar el paso para huir del aroma a porro.

En una de las explanadas que hay antes de llegar a la zona del lago, una jauría de perros juega con una pelota mientras sus dueños hablan de sus cosas. Fuera del parque no se llaman por teléfono ni quedan para tomar unas tapas, pero allí son amigos. Se ven casi todos los días, a la misma hora, la hora de pasear a los perros. Ellos, los animales, disfrutan como enanos. Algunos, incluso, corren junto a sus dueños, como uno más, aprovechando que los patos están adormilados y no llaman su atención.

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Tienen las piernas cruzadas, de frente, pelvis con pelvis. Y así, como dos canelones, enroscados en el momento más tierno y excitante de sus vidas aparece de golpe una patulea de niños

A primera hora de la tarde del domingo, los patos del lago siempre están agradecidos: «¡Cuá Cuá!», responden cada vez que cae un nuevo gusanito al agua. Nadie podría decir que esos patos pasan hambre, no, al menos, cualquier fin de semana con buen tiempo. La estampa es idílica: familias y parejas arrejuntadas se sonríen como si cada miaja que tragan los patos diera un punto extra de amor a sus vidas. Al otro lado del puente hay una pequeña explanada circular rodeada de columnas y escalones donde una pareja se sienta acurrucada, tomando el sol con la marejada de la autovía de fondo. Los dos jóvenes se está queriendo mucho. Pero mucho, mucho. Tienen las piernas cruzadas, de frente, pelvis con pelvis. Y así, como dos canelones, enroscados en el momento más tierno y excitante de sus vidas, aparece de golpe una patulea de niños que empieza a saltar a su alrededor. «¡Mira ese pato!», dice uno. «¡Esta es su base secreta!», dice otro. El chico y la chica, sin separarse un ápice, apoyan lentamente sus cabezas en el hombro del otro, sin abrir los ojos, con una silenciosa y entrañable risa nerviosa.

A. A.

Junto a la fachada de la Huerta de San Vicente, bajo los naranjas del cielo, el corredor observa a un tipo que se tumba sobre todas sus cosas y un cartón de vino para dormir un rato. A lo lejos ve a otra pareja sentada en uno de los bancos del camino central. Se besan como quien se besa por primera vez, ajenos a todo y a todos. En ese mismo banco, mañana por la mañana, se sentará Francisco, como todos los días, unas veces acompañado de amigos y, otras, en soledad, a recordar sus 80 años anteriores: el trabajo en el campo, el hambre y los viajes, la familia y los hijos... La vida.

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El corredor cruza la meta invisible, en la entrada del García Lorca, y expulsa todo el aire que le queda con un soplido orgulloso. Ha vuelto a perder. Estira el cuello, los brazos, las piernas. Mira al cielo, al suelo y al móvil. Conforme sale, otro corredor entra en el parque. Cruzan sus miradas y se llaman con un leve movimiento de cabeza y una sonrisa cómplice. El nuevo corredor se agacha para revisar los cordones. La canción sigue por donde la dejó: «Qué bien que te pusiste en medio...».

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