Cosmo en el verano de García Lorca
Con la tierra recién regada, el corazón del parque es un oasis
Cosmo olisquea el tronco del ciprés y encuentra una ramita interesante. La agarra con los dientes y la mueve de un lado a otro, como ... si quisiera sacarle el jugo. Cuando se aburre, se pasea lentamente por los muros de la Huerta de San Vicente, esquivando los rayos que se cuelan entre las ramas, hasta que llega al poyete donde Carlos lee un artículo en su teléfono móvil. Han regado hace poco y huele a tierra mojada. A su alrededor todo luce y brilla y quema por un sol intenso, pero ahí no. La sombra del nogal, un gigante luchando contra los elementos, dibuja un oasis que invita a escribir versos, aunque no rimen.
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Otras sombras de Granada
«La noche ha tenido malasombra –lamenta Carlos–. Qué calor...». Carlos y Cosmo conocen bien el Parque Federico García Lorca. Vienen tres veces al día y, en verano, la mañana es el mejor refresco. «Aquí se recompone uno. Es que nada más que respirar esto –llena los pulmones–, sienta muy bien». Esta rutina la instauraron hace ocho años, cuando Cosmo, una mezcla de bretón y podenco, todavía se llamaba Darwin. «Lo dejaron abandonado y lo adoptamos. En la perrera le habían puesto Darwin, pero mi hijo se lo cambió por Cosmo».
La placeta de la Huerta de San Vicente es, probablemente, una de las sombras con más solera de Granada. La finca donde veraneaba la familia García Lorca es el corazón que late y da sentido al parque. Por sus puertas pasan a diario cientos de personas: deportistas, jubilados, familias, niños que van a los columpios, guiris que toman el sol, pandillas cargadas con toallas y juegos de mesa... «Aunque –interrumpe Carlos– últimamente hay una cosa que me llama la atención: hay mucha gente que duerme aquí. Y, ¿sabes qué? Son trabajadores. Sí, trabajadores, eso es. Los ves salir del parque con el mono de la obra o para seguir pintando. También hay repartidores de Glovo... Son gente muy educada y nunca dan problemas. Pero, uf, es tremendo».
Al otro lado de la casa, las paredes arden. Por el camino de enfrente, varios trabajadores municipales levantan una ventolera de polvo con máquinas que disparan aire. Roberto tose y se marcha del banco hacia el centro del parque. «Tengo 78 años y todo el tiempo del mundo –afirma sonriente–. Y si una cosa he aprendido en la vida, es que si no estás bien en un sitio, mejor buscar otro». Roberto trabajó como profesor en un pueblo Jaén, luego se mudó a Granada con sus hijos. «Este sitio me gusta, al final siempre acabo aquí a esta hora», dice conforme se sienta en uno de los bancos que hay frente a la Huerta de San Vicente. «A mí me hubiera gustado escribir cosas. Ponerme aquí con una libreta y escribir cosas. Como Federico en sus veranos». A su espalda, Cosmo ha encontrado otro palo.
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