Ejerce desde hace más de siete años en el centro de salud sexitano. JAVIER MARTÍN
Vidas cambiadas

La vocación inquebrantable del médico y paciente 'cero'

José Miguel Fernández ·

José Miguel, médico de profesión y primer caso detectado, sintió miedo al enfrentarse a una enfermedad desconocida. Tras superar el virus, ha luchado tres olas seguidas junto a sus compañeros. Su relato resume el esfuerzo titánico que ha hecho la Atención Primaria en 12 meses que pasarán a la historia

Viernes, 12 de marzo 2021

Culpa. Cinco letras que solas son insignificantes, pero juntas son una carga pesada –aunque a veces la responsabilidad no nos corresponda–. A José Miguel Fernández, ... de 41 años y médico de Atención Primaria en Almuñécar, le cambió la vida una foto. El facultativo es experto en diabetes y preparaba unas jornadas en las que él era el principal ponente. Le echaron una instantánea para el cartel del congreso y minutos después recibió la noticia: era positivo en coronavirus. Esa imagen ahora está grabada en su retina. En Granada no se habían detectado casos, pero el médico comenzó a encontrarse mal a principios de marzo. Mialgia, dolor de cabeza... Pensó que los síntomas correspondían a una gripe que se alargaba demasiado. Se sometió a las pruebas de detección de la covid para descartar y con incredulidad, digirió la noticia.

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«Al principio, estaba conmocionado. Vivíamos ajenos a lo que pasaba. Primero China, luego en Italia ... y, más tarde, en Andalucía. Granada seguía limpia de casos. Sabías que llegaría, pero no éramos capaces de hacernos una idea de la magnitud del virus y sus consecuencias», explica Fernández. Del asombro pasó a un sentimiento de la más absoluta impotencia. «Me dije: tengo una enfermedad nueva de la que no sé absolutamente nada. Soy médico y me he convertido en paciente sin saber cómo enfrentarme a esto. La OMS daba unas primeras recomendaciones, pero los tratamientos eran dispares», relata emocionado un año después de que estallara la pandemia en la provincia.

Lo primero en lo que pensó fue en su familia, sus compañeros de trabajo y en los pacientes a los que había pasado consulta. «Sentí miedo, preocupación y una responsabilidad muy grande. Repasaba los últimos días para ver con quién había estado. ¿Cuándo fue la última vez que vi a mis padres?, ¿Habré contagiado a mis hijos?, ¿a mis compañeros?, ¿a mis pacientes? Eran preguntas que se me pasaban todo el rato por la cabeza. No se lo deseo a nadie. Ahora sé que no era algo que pudiera controlar, pero aún así no pude evitar sentirme culpable».

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Afortunadamente, se aisló en su hogar y los suyos lograron esquivar el virus, mientras el caos se cernía sobre Granada. Fernández se ponía el termómetro a la vez que se cerraban colegios, espacios públicos y explosionaban los casos de covid en un baile frenético que acabó con todo el país en casa y una resaca que aún perdura. «Todos los acontecimientos se desencadenaron muy deprisa. Se lo conté solo a mis padres y a un amigo. Estaba confinado en el cuarto y se me encogía el corazón si escuchaba una tos en el salón pensando que mis hijos podrían pillarlo. Ninguno enfermó», cuenta.

Tardó cerca de cuatro semanas en incorporarse a su puesto de trabajo. Sus compañeros sacaban fuerzas de flaqueza para domar la primera ola y él no podía quedarse al margen. «Quería volver enseguida. Hasta que no me hicieron dos PCR no regresé, los protocolos se cumplieron a rajatabla. Estaba en casa con una pandemia fuera de la hostia, con perdón de la palabra, y mis compañeros se estaban partiendo la cara. Ves a través de los 'bombardeos' de la tele lo que están pasando cuando más manos hacen falta y necesitaba estar allí. Ahí es cuando de verdad te das cuenta de que tienes vocación, cuando los tuyos, tu madre, te pide que no vayas y a ti te quema quedarte de brazos cruzados», dice.

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El primer día que llegó al centro de salud, respiró. Le mandó un 'selfie' junto al escritorio a su mujer, María Ángeles, para decirle «estoy aquí, estamos bien» y repasó una a una las historias clínicas de los pacientes que pasaron por su consulta antes de que el virus le dejara fuera de juego temporalmente. No había nada. Estaban bien. Se quitó esa espinita y empezó una maratón para atajar la pandemia, una carrera de fondo que 12 meses después continúa.

«La Atención Primaria lo vive muy de cerca. El cupo de pacientes que tenemos los médicos de familia es grande, pero al final siempre acabas teniendo relación con la mayoría de ellos. Conoces a sus parejas, sabes qué les duele, en qué trabajan... tratamos con pacientes muy frágiles. Su preocupación al final se vuelve también la tuya. No se podía salir de casa, los hospitales y centros de salud tenían que estar despejados. La mayoría de las consultas eran telefónicas. Fue duro», destaca.

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Un compañero orgulloso

Fernández se siente orgulloso de sus compañeros del centro de salud, desde los celadores y limpiadores hasta las coordinadoras. «Recibíamos avisos de que algún paciente tenía síntomas de covid y, por muy humano que sea tener miedo, ninguno de mis compañeros ha dudado jamás. Nos poníamos los EPIS antes de entrar en los domicilios y tirábamos para adelante. Que tus coordinadoras sean las primeras en exponerse y tirar del carro te da un sentimiento de unidad muy grande. En el área Sur somos una piña. Puede que no tengamos una sanidad perfecta, pero tenemos la sanidad más humana que hay. Con gente como mis compañeros quiero que me pille una segunda pandemia».

La implicación de los sanitarios ha sido inmensurable. El facultativo cuenta que su trabajo y el de los profesionales de Almuñécar no se quedaba en las visitas. No podían dejarlo estar. Se han alegrado por cada paciente que ha salido de la UCI, pero también han llorado a aquellos que se han quedado en el camino. «La cercanía ha sido brutal. En Atención Primaria nos encargamos de gestionar las bajas, los rastreos, llevarles el tratamiento... creo que la pandemia nos ha sensibilizado mucho más. Hemos sentido los gestos de agradecimiento y cariño de todos», alega.

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El médico ha vivido en sus carnes lo que es la pérdida. Su tía murió de covid en abril sin que su familia se pudiera despedir. «Fue un cubo de agua fría, especialmente para mi madre. No poder despedirte ni celebrar un funeral en condiciones, que te den solo una urna... aún nos queda a los granadinos un duelo por vivir», lamenta. En el confinamiento también hubo buenos momentos. Tuvo tiempo de recuperar pasiones y minutos que valen oro con su familia, a la que en la vieja normalidad no veía tanto como le gustaría por la cantidad de viajes y congresos a los que asistía. Comenzó a «torturar» la guitarra, a leer y a estudiar un máster para matar las horas.

Desde la atalaya que edifica el tiempo, las desescaladas y tres olas de la pandemia, Fernández asume con positividad los cambios que ha supuesto el maldito virus en su vida. «Me ha hecho darme cuenta de lo más importante, del tiempo, la familia y cómo no lo valorábamos lo suficiente cuando era lo esencial», destaca. «Como médico de Atención Primaria tengo sentimientos encontrados. Mi vocación se ha reforzado, pero la pena y la alegría se mezclan», dice. «Por una parte, veo a pacientes de 80 años que se sobreponen al miedo para venir a la consulta y me preguntan por la vacuna. Siento su esperanza y las ganas que tienen de recuperar su vida. Ahora soy un ser más empático. Pero, por otra parte siento mucha impotencia. Veo la cantidad de fiestas clandestinas y de negacionismo y me invade la rabia. Se exponen porque les da la gana cuando mis compañeros de profesión se han jugado el tipo. Yo lo he pasado, pero otros no lo han contado», expresa con un nudo en la garganta.

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Después de él, más de 60.000 personas han padecido la enfermedad y a más de 1.500 se les ha ido la vida en ello (solo en Granada). La crisis y todas sus aristas ha dejado muchas víctimas. Gestos tan cotidianos como un abrazo se volvieron furtivos y ahora, inmersos aún en la epidemia, se han recuperado con una velocidad de vértigo que a veces asusta. Pero en la guerra también hay algo de rutina. Y, de momento, para Fernández su rutina y su pedacito de 'antes' ha sido volver al gimnasio.

«Mi madre siempre dice: 'qué no darías tú por que volvieran los seres que has perdido'». Mis padres son autónomos que están sufriendo por su negocio, pero no les compensaba trabajar si su familia no iba a estar bien. Ha sido una ruina económica para todos. Es el precio que hemos pagado para que los nuestros estén protegidos», reflexiona. «No tengamos prisa. Vamos a volver a lo que éramos».

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Padre, médico, enfermo… El relato de José Miguel es el resumen del esfuerzo de toda la Atención Primaria en 12 meses que pasarán a la historia, pero es también el aliento y la superación personal de un albañil de Almanjáyar que decidió empezar a estudiar medicina a los 25 porque no pudo sosegar nunca sus ganas de sanar. Es la vocación inquebrantable de un escayolista de la Zona Norte que, pese a su sacrificio, mira con buenos ojos que su hija siga sus pasos. «Como padre me llena de orgullo que mi hija, María, que estudia segundo de Bachillerato, piense que esta vocación me llena tanto como para querer ser médica, sobre todo, después de haber visto lo que supone una pandemia en uno de los momentos más complicados para la medicina».

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