Jesús Montiel, en el despacho de su casa. R. I.

«Hacer bien la cama, como mi abuela, es uno de esos gestos invisibles que sostienen el mundo»

El granadino Jesús Montiel publica 'Lo que no se ve', «un libro corto que se lee despacio» sobre la importancia de los mayores en nuestra vida. «Para este siglo un anciano es un estorbo, un artículo caducado»

Martes, 15 de diciembre 2020, 00:32

La última vez que supimos de Jesús Montiel (Granada, 1984) era un poeta que corría junto al río, rápido pero sin prisas, alejándose ... del humo del tabaco. Su casa sigue siendo de tinta, con libretas escritas a mano y una hermosa familia que necesita ocho pares de zapatillas para salir a pasear. Desde su ventana se ven muchas cosas; muchísimas. Pero esta vez ha decidido escribir, precisamente, de las que no se ven. «Las que sostienen el mundo», dice. Ahora que vivimos entre fases y desescaladas, Montiel publica un libro narrado en primerísima persona en el que es fácil encontrarse, aunque se venga de fuera. Su abuela es suya, pero cuando arropa con las sábanas limpias el aroma llega distinto e inequívoco a cada lector. 'Lo que no se ve' (Pre-textos, 2020. Se publica el 9 de diciembre) es una oración para nuestros mayores, tan maltratados por la pandemia, las prisas y el olvido.

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'Lo que no se ve', Jesús Montiel. Editorial Pre-Textos, 2020. 10 euros.

'Lo que no se ve' es un rezo por su abuela y por todas las demás.

–El libro es casi como una oración. Mi abuela es un pilar afectivo. Estoy en una fase de terremoto interior, de cambio. Y en esta etapa de mi vida, conforme se ha ido cayendo todo, lo que he encontrado casi como algo arqueológico, debajo de muchos estratos, es a mi abuela. Mi abuela es la ternura que atraviesa toda mi infancia, lo que la sostiene. Siento mucho amor por su pueblo, Lanteira, y por la vida que mis abuelos han llevado siempre, más digna, más lenta, más sagrada.

El principio del libro, de hecho, son las manos de su abuela haciendo la cama.

–Esa primera imagen de las manos de mi abuela aplanando la sábana es real. El libro empezó así, con esa imagen. Quería que el primer párrafo tuviera la misma fuerza que esa escena de la que he ido tirando para sacar el libro. Escribí esas manos y luego le di forma al libro a lo largo de un año.

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¿En el confinamiento?

–Lo empecé hace un año y lo he ido escribiendo despacio, sin prisa, porque estaba disfrutando mucho de la emoción con la que lo hice. Ha sido algo muy especial para mí. Lo terminé hace un mes. Tenía acordado publicar otro libro, pero cuando termine 'Lo que no se ve' le envíe el manuscrito al editor y le encantó.

Montiel, con vistas al río. F. R.

Habla de la esperanza, la misma que busca un comerciante al levantar su persiana.

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–Creo que la crisis es una oportunidad. Creo que lo que estamos viviendo ahora es más real de lo de antes. Se había expulsado a la muerte y a la enfermedad de la sociedad occidental. Esto nos ha hecho darnos cuenta de que somos finitos, frágiles y de que la muerte existe, sin importar la edad o el trabajo que uno tenga... Aunque tampoco creo que nos vaya a hacer mejores. Esto se olvidará, igual que las guerras o los desastres naturales anteriores.

En el libro recuerda los años que pasaron en la planta de oncología, por el cáncer de su hijo mayor, «otra cuarentena más larga». Quizás, entre las cosas que no se ven, esas que son tan importantes, también está la muerte, de manera natural.

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–Una de las cosas que me ha gustado siempre del pueblo de mis abuelos es que sigue conservando la muerte dentro de la casa: velar al difunto, acompañar al enfermo, que regrese al hogar. Toda vida es un diálogo con la muerte, tanto para huir como para abrazarla. Yo creo en la muerte como nacimiento, porque soy creyente. No lo veo como algo horrible.

«Esto nos ha hecho darnos cuenta de que somos finitos, frágiles y de que la muerte existe, sin importar la edad o el trabajo que uno tenga»

F. R.

¿Qué sostiene el mundo?

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–Los santos anónimos. Hacer bien la cama, como mi abuela, es uno de esos pequeños gestos que sostienen el mundo. O una vecina, que se levanta todos los días a pesar de que su hijo murió. O la que da de comer a los gatos de la calle. Gestos que no salen en medios pero que son mucho más numerosos que los accidentes o los homicidios. Es lo que nutre el mundo, lo que no se ve. Y mi abuela es un buen ejemplo de esos nutrientes que hacen del mundo más amoroso.

¿Qué es un anciano para el siglo veintiuno?

–Para este siglo un anciano es un estorbo, un artículo caducado, obsoleto, que tiene cierto valor decorativo para los anuncios de yogur, pero en lo práctico cada vez hay más residencias, más ancianos que mueren solos y cada vez se cuidan menos. Se ha delegado el cuidado en profesionales, en máquinas... cuando antes el anciano tenía lugar en el hogar, con los hijos. Incluso los mismos ancianos te dicen cuando me quede solo no quiero estorbar a nadie, me lleváis a una residencia. Ellos también se sienten como un objeto averiado.

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«Incluso los mismos ancianos te dicen cuando me quede solo no quiero estorbar a nadie, me lleváis a una residencia. Ellos también se sienten como un objeto averiado»

¿Seremos capaces de crecer en un mundo en el que las abuelas no arropen a sus nietos?

–Sería, uf, mala señal. El amor de los abuelos es un ingrediente esencial en el desarrollo de un niño. Imagino mi vida sin esa ternura y sería mucho más sombría mi biografía, como la de cualquier niño. Sería un mundo más apocalíptico.

A su abuelo no le gusta que le llamen 'poeta' porque lo asocia con un «bando político». ¿Ser poeta es tener una ideología?

–Es lo contrario. Ser poeta tendría que ser estar abierto a cualquier cosa, es un determinado tipo de mirada. La ideología lo que hace es limitar la mirada o dirigirla hacia una parte de la verdad. Cuando la poesía se mezcla con el panfleto político pierde la esencia.

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F. R.

En tiempos de 5G, usted reclama la lentitud como gesto de amor.

–Muchas veces confundimos cantidad con duración. Este es un libro corto que se lee despacio. El amor se puede dar en la lentitud, no en la velocidad. Cuando hacemos algo con amor no tenemos prisa. Si te enamoras, no tienes prisa en descubrir, nos gusta estar en la búsqueda. Este mundo va demasiado rápido y eso delata su falta de amor por las cosas. Se busca más el rendimiento y no hay amor en la relación con la vida, con las coas.

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Con seis hijos en casa, ¿cómo han llevado el confinamiento?

–No ha sido algo idílico. Los niños hacen jaleo y en un piso más todavía. He deseado una casa con jardín. Pero ellos son reflejo de lo que vivimos nosotros. Les contagiamos la neurosis como la paz o la tranquilidad. Como adulto ha habido días difíciles, sobre todo en el primer confinamiento, porque escanear deberes de seis niños y dar clase online mientras mi mujer retenía a los seis en el salón... Complicado. Pero es verdad que también hacen falta ciertos roces para que surja un amor más solido. Quiero más a mi mujer porque ese amor incluye la discusión o la neurosis. Eso en confinamiento se redobla.

«He descubierto que en la enseñanza es importantísimo el rostro y la presencia»

Usted es profesor en la Escuela de Magisterio La Inmaculada. ¿Han cambiado algo en los alumnos?

–Sí he notado un cambio grande. He descubierto que en la enseñanza es importantísimo el rostro y la presencia. Ahora que damos clases online, todo es más frío. Con la mascarilla no conoces igual a los alumnos y no asocias nombres con caras, con expresiones, con la manera de estar sentado.

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