Isidro García, siempre al lado de su inseparable Molinera, una burra con la que conecta con niños y adultos.

La burra y el arriero ilustrado

Crónicas mínimas ·

Maestro, pedagogo y arriero por convicción, Isidro García dedica su tiempo a enseñar, entre otras muchas cosas, la cultura de la Serranía de Ronda

txema rodríguez

Domingo, 30 de agosto 2020, 00:02

Lo primero es adecentar a Molinera. Isidro ha estado unos días fuera con sus nietas y la burra al cuidado de un vecino descendiente de ... arrieros. Le acerca la manguera y se deja frotar con un gel de baño que tiene almendra y aguacate, según reza la etiqueta. Luego, al sol, el animal brilla como el azabache y hasta huele bien, como corresponde a un cuadrúpedo que su dueño cree descendiente de aquel que tuvo Apuleyo. Lista es, desde luego, y no sólo eso. Podría decirse que en el mundo de este maestro de pueblo y apasionado pedagogo, Molinera es la medida de casi todas las cosas. Isidro, natural de Belorado, en La Rioja, acabó en Estación de Gaucín dirigiendo el colegio e intentando aprender de su entorno, fiel al movimiento de renovación pedagógica cuyos fundamentos puso en práctica nada más llegar, a principios de los ochenta, montando una discoteca para los chavales con cartones de huevos y celofán de colores. También, preocupado por la integración en una sociedad pequeña y rural como la de este pueblo, observó que «en un espacio como éste, de puertas abiertas, la gente entra y toma lo que necesita pero siempre deja algo a cambio, te pone los palos de los tomates, te siega... y tú tienes también que tener un ojo puesto en ellos; porque esto no es recibir, es dar». Esta preocupación humanista, que él expresa diciendo que se trata de «ir por el mundo sin que el mundo te sea ajeno» está presente en toda su trayectoria vital.

Publicidad

Pero Isidro no dejaba de ser el maestro o el director del colegio e, incluso, echando siempre una mano a cualquiera que estuviera haciendo algo («manos que no dais, qué esperáis», dice como Santa Teresa) había una frontera que sólo la presencia de la burra logró franquear. Sus ansias de cambiar el mundo dieron paso a la certeza de que era él quien había de modificar su punto de vista, «no destacar sino caminar juntos y, desde luego, no meterme en política; ser uno más». La gran lección fue darse cuenta de que la gente le trataba como a un maestro, le pedían que les escribiera cartas, les interpretara ordenanzas o les pasara a limpio una escritura, «pero había un vacío íntimo entre ellos y yo, la solución fue coger la burra y pasar de ser el maestro a ser el más humilde de los aprendices de arriero». Cuenta, entre risas, el episodio que supuso su bautismo de fuego como miembro del pueblo llano, un día que preocupado porque la burra había comido unos pinchos y pensando que se ahogaba pidió auxilio «para hacerle una traqueotomía, y resulta que los sonidos que emitía se debían a que estaba en celo y había olido a unos caballos cercanos, fui el hazmerreír de todo el pueblo y con ellos, al menos con los que tienen animales, paso siempre por ignorante».

Promueve rutas con animales por la Serranía de Ronda al estilo de los viajeros románticos

Isidro se dedica a tantas cosas que resulta complejo resumir su actividad, siempre orientada a la enseñanza y con la burra como inseparable compañera. Recorre con ella los colegios (no todos se prestan) a recoger redacciones y dibujos de tema libre que antes ha pedido a los chavales que escriban y, pasado un tiempo, vuelve con los textos, editados por él, transformados en unos libritos que llevan por título '¡Arre, burrita!'. Trata con ello de fomentar ese aprendizaje desde lo cercano, desde la experiencia personal y romántica que tan popular es en la Serranía de Ronda. También Molinera carga con un teatro de guiñol, «ella es el instrumento para que le gente se abra» y el personaje del arriero un papel eficaz profundamente arraigado en estos pueblos colgados de barrancos. Isidro ha escrito sobre ellos y su cultura, también sobre los bandoleros y sobre las brujas. Dice que en este pueblo aún quedan unas ochenta mulas que tienen trabajo un par de meses al año durante la extracción del corcho. Aquí se llama 'la saca'. Habla con devoción de estas gentes que lo mismo llevaban que traían, que desarrollaron sus propios lenguajes para evitar las argucias de los comerciantes, que andaban siempre de noche para llegar temprano a los mercados y que, lejos del tópico, se ganaban la vida con honradez, «no puedes ser contrabandista o traficante a tiempo parcial, como los chavales que andan todo el día con la moto arriba y abajo en La Línea para avisar de los movimientos de los policías, o eres o no eres». Explica que los bandoleros acabaron sus andanzas a principios del XX, alguno como 'Pasos Largos' llegó hasta el inicio de la Guerra Civil y que luego, tras ella, quedaron por la montaña republicanos que, como 'El rubio de Boadilla', anduvieron durante décadas ocultos en una choza. Todavía pudo hablar con él y hacer que escribiera en un papel respuestas a las preguntas que los niños quisieron hacerle.

Isidro hace largos viajes con Molinera, de más de un mes. Él carga unas alforjas con su comida y la burra la tienda de campaña y el pienso. Deja que ella elija el lugar de acampada, por si hay escorpiones, por ejemplo. Si al cabo de un rato está tranquila, buena señal. Fueron de Ronda a Salamanca por la ruta del viaje narrado por el escritor del Siglo de Oro Vicente Espinel en 'Vida del escudero Marcos de Obregón'. Y junto a otros vecinos promueve las rutas de lo que llama «el camino romántico», una alternativa al espiritual que lleva a los peregrinos a Santiago, hijo de aquellos aventureros europeos que a mediados del siglo XIX se lanzaron a recorrer montañas, precipicios, barrancos y pueblos blancos habitados por aquellos feroces seres que plantaron cara a los franceses. Resulta sencillo entender la magia que encierra recorriendo este paisaje duro y a la vez hipnótico, con Ronda como epicentro, esa sucesión de hoces y gargantas, alcornoques, castillos y casas diseminadas sobre una mancha verde, Casares, Genalguacil, Jubrique y, desde aquí, hasta la Roca, la Alcazaba de Málaga, Cádiz o la Alhambra.

Cree Isidro que «hay que buscar una ocupación para todos estos hijos de arrieros y estas caballerías». Y defiende ese romanticismo como una alternativa viable en lo económico y lo social, lo mismo que en el colegio, donde le gustaría que los críos fueran los nuevos escritores de esas emociones que dieron luz a estas tierras y siempre «desde la humildad de poner a cada uno en su sitio, que es lo que me hace la burra a mí, porque todo el mundo sabe que donde ella pisa también piso yo».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad