Los odios de la extrema derecha hinduista
La extrema derecha hinduista alimenta los odios religiosos con el viejo litigio en torno a una mezquita construida sobre la morada de un dios local
GERARDO ELORRIAGA
Lunes, 10 de diciembre 2018, 00:24
El futuro de la India se agita furioso alrededor de unas ruinas codiciadas por todos. Las banderas de intenso color azafrán, símbolo de la religión ... hinduista, flamean en torno a los restos de la mezquita Babri de Ayodhya, erigida en el siglo XVI y destruida por una turba en 1992. Los instigadores aducían que se levantaba sobre el templo Ram Janmabhoomi, el lugar del nacimiento de Rama, y ahora demandan la construcción, sobre el disputado solar, de un edificio que rinda culto a esta deidad de piel azul que descendió del cielo para luchar contra un demonio. El Tribunal Supremo falló hace ocho años que dos tercios del terreno debían ser entregados a sus seguidores y el restante, devuelto a los musulmanes, también ofendidos por el impune derribo. Pero el fallo fue suspendido y ahora se espera una revisión judicial que puede convertirse en una bomba de relojería porque difícilmente contentará a las dos facciones enfrentadas. La ubicación del conflicto también resulta estratégica. Las desavenencias religiosas tienen lugar en Uttar Pradesh, el Estado más poblado de la India, surcado por el sagrado río Ganges y caladero electoral de los extremistas.
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El problema, aparentemente irresoluble, nutre las aspiraciones de los partidos nacionalistas y confesionales del subcontinente. Estas formaciones, estrechamente vinculadas al hinduismo, recurren a la fe y la historia para soliviantar los ánimos y captar votos de cara a las urnas. No escasean los motivos para alentar el victimismo. La presencia islámica de la India, iniciada con el Sultanato de Delhi en el siglo XII y proseguida con las dinastías mogoles, cuatro siglos después, ha dejado un legado de controversia y cultos superpuestos. Las estadísticas más fiables hablan de que, a lo largo del dominio musulmán, más de 3.000 templos fueron reconvertidos en mezquitas, mausoleos o santuarios.
La crisis de Ayodhya pudo derivar en un grave conflicto. La prudencia del Gobierno impidió la puesta en marcha de una cadena de devastación que pudo sacudir todo el Estado. La destrucción del templo alentó de inmediato la demolición de la mezquita de Gyanvapi, situada nada menos que en Benarés, la capital religiosa de los seguidores del hinduismo y a tan sólo 200 kilómetros de Ayodhya. Los musulmanes la levantaron sobre el complejo hindú de Vishweshwar, dedicado a Shiva, y los posteriores gobernantes respetaron la construcción islámica, pero erigieron a su lado un nuevo edificio dedicado a la fe mayoritaria. Entre ambos se encuentra la denominada fuente del conocimiento, donde, según la tradición, se hallaba el icono de la deidad. Más de mil policías evitaron que la mezquita resultara arrasada, tal y como reclamaba el Consejo Mundial Hindú, una formación fundamentalista, y que prosiguiera la espiral de ruinas sagradas.
Viejos rencores
El desastre humano, sin embargo, no se detuvo y llegó a Gujerat, otro territorio con fuertes tensiones interreligiosas. En 2002 el incendio, fortuito o provocado, de un tren cargado de peregrinos que regresaban de Ayodhya se saldó con 60 pasajeros carbonizados. Las masas hinduistas respondieron con razias en las que perecieron 2.000 personas y que aún permanecen impunes.
Entonces, la postura aparentemente conciliadora del Bharatiya Janata (BJP), el partido gobernante, evitó que la corriente iracunda y aniquiladora prosiguiera, aunque el rencor permanece latente en otros lugares disputados. La usurpación se advierte en la reutilización de materiales. La mezquita de Shahi Idgah acoge esculturas desfiguradas que decoraron el anterior templo de Krishna Janmabhooni, allí donde sus acólitos dicen que nació Krisna. Como en otros casos, las tallas de flores y elefantes, propios del hinduismo, pueden contemplarse en el interior de la construcción islámica.
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El poder de las monarquías islámicas ha preservado una vasta arquitectura religiosa, ahora puesta en tela de juicio por el nuevo sistema de poderes. Esa resistencia milenaria se ejemplifica en el templo de Somnath, destruido por los árabes en el siglo VIII y, periódicamente devastado y rehecho por unos y otros hasta su definitiva reconstrucción por el primer Gobierno indio en los años cincuenta. Entonces, la mezquita que ocupaba el primitivo asentamiento fue reubicada cuidadosamente.
La dominación islámica nunca consiguió imponer su credo a una mayoría hinduista, a pesar de las migraciones y conversiones masivas propiciadas por las autoridades. En realidad, el mayor impacto se produjo sobre los budistas, que sufrieron un notable retroceso. Hoy, el 80% de la población profesa el hinduismo y el 15%, la fe coránica. Los portavoces de la minoría aducen que se halla infrarrepresentada en el plano político y marginada en el educativo o económico. Los musulmanes constituyen el credo predominante en el conflictivo Estado de Cachemira.
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El espíritu de revancha se ha perpetuado a través de generaciones, dio lugar a la sangrienta Partición de 1947, que alumbró Pakistán, y, posteriormente, ha aflorado en puntuales estallidos de violencia. El Partido del Congreso, de carácter laico y liderado por los Gandhi, estimuló la concordia, mientras que el BJP, que lo reemplazó en el poder en 2014, pone el acento en el 'hindutwá', la cualidad de hindú, seña de identidad que impulsa un abanico de organizaciones religiosas y conservadoras.
Cálculo electoral
Las elecciones generales del próximo año han reactivado los viejos malestares. El BJP, al que se augura un nuevo triunfo, obtiene una cuarta parte de sus escaños en Uttar Pradesh y precisa de causas que alienten a esa legión de acérrimos hinduistas. La supresión de la toponimia de origen árabe, herencia del invasor, ha constituido todo un golpe de efecto. La ciudad de Allahabad, o casá de Alá, se ha convertido en Prayag, o lugar de ofrecimiento, por decisión del primer ministro de Uttar Pradesh, el polémico sacerdote Yogi Adityanath. En relación a los matrimonios interreligiosos, este político de oratoria flamígera ha llegado a asegurar que por cada muchacha hindú convertida al Islam por requisito nupcial, cien musulmanas entrarían en el seno de la religión politeísta.
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Tras derribar cúpulas y cambiar mapas, la última propuesta destinada a afianzar la identidad hinduista resulta colosal. El dirigente pretende levantar una estatua de 100 metros de altura dedicada al dios Ram en la orilla del río Saryu, que atraviesa Ayodhya, la ciudad donde surgió la polémica. La medida ha sido defendida como un proyecto para estimular el turismo religioso, siempre ligado a la fe mayoritaria. Pero los retos de Uttar Pradesh no parecen provenir de la fe ni pueden solucionarse con reafirmaciones en un determinado credo. El Estado, con una población similar a la de Brasil, soporta la miseria de 60 millones de sus habitantes, un enorme déficit de infraestructuras y elevadas tasas de corrupción e inseguridad, que lo semejan más a una república fallida de África que a un territorio integrado dentro de la sexta potencia mundial.
Sin embargo, las demandas de la población prosiguen intactas y, el pasado domingo, una manifestación multitudinaria reclamó a Narendra Modi, el primer ministro de la India, la promulgación de leyes que permitan la reconstrucción de la morada de Ram. Uddhav Thackeray, líder del partido Shiv Sena, una de las formaciones de extrema derecha que proliferan en el país, fue tajante durante su alocución, dirigida a las autoridades de Nueva Delhi: «O el templo o el Gobierno».
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