¡Pero qué bueno era el 600!

Fue el pionero, pero coches como el Fiesta, el 127 o el R-5 generalizaron la motorización. No parecían tener límite de capacidad y servían para que el padre mutase en temible DJ

carlos benito

Lunes, 25 de julio 2016, 00:08

Dice el tópico que, cuando llegaba el verano, las familias españolas de hace treinta, cuarenta o cincuenta años se debatían entre las vacaciones en el ... mar o en la montaña, pero eso era más cosa de los tebeos que de la realidad: en buena parte de los hogares, la única opción era el pueblo, y como máximo se podía dudar entre el de la madre y el del padre. En muchos casos no existía gran diferencia, porque el muy puñetero se las arreglaba para no tener ni mar ni montaña: el pueblo solía ser irrevocablemente interior, parte de esa España del éxodo que se repoblaba en verano, donde lo más parecido a un mar eran la fresca poza del río o el bendito pantano.

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  • Del dos caballos al CX. ¿Cuánto costaba un coche nuevo en 1978? Los modelos más baratos, entre las 200.000 y las 250.000 pesetas, eran el Citroën 2CV, el Renault 4 y el Seat 133. A partir de las 300.000 estaban ya el Seat 127, el Renault 5 y el Ford Fiesta. Pero, por supuesto, había automóviles mucho más caros el aerodinámico Citroën CX Pallas superaba las 900.000 pesetas.

Dice otro tópico que los españoles se motorizaron con el 600, pero la mayoría solo contemplaron el entrañable Seat desde fuera, regordete como un símbolo inalcanzable de la abundancia. El automóvil privado se generalizó más tarde: en 1968, solo el 13% de los hogares disponía de coche, pero el porcentaje ya se había disparado al 34% para 1975. A lo largo de aquellos años 70 fueron llegando los imprescindibles Seat 127, Renault 5 y Ford Fiesta, una pandilla de jóvenes dinámicos que celebraban su guateque particular por las carreteras españolas, en compañía de primos un poco particulares como el culilargo Renault 7 o el serio y un poco anticuado Seat 133. Las familias se lanzaron con entusiasmo a poner a prueba unas cuantas leyes elementales de la física: encajar a mil chinos en una cabina de teléfonos es una tontería sin mayor mérito si se compara con la prodigiosa capacidad de un utilitario de los de entonces, secretamente elástico. Allí entraba todo, por el sencillo motivo de que tenía que entrar todo, y a la vuelta todavía se podían añadir unas cuantas chacinas, una canasta de hortalizas o quizá una abuela.

«¡Ay, qué lindo!», se lamentaba una concursante del Un, dos, tres en 1976, cuando Kiko Ledgard leyó que acababan de perder un «cómodo y práctico» 133, rojo y reluciente. Puede parecer chocante que el humilde 133 sirviese como premio soñado, pero cualquier automóvil era entonces un emblema de prosperidad. Los coches venían a representar la Transición socioeconómica, en un país que se incorporaba a la movilidad y el turismo con quince o veinte años de retraso con respecto a Europa. Eran, en fin, otros tiempos. Los conductores de provincias saludaban con el claxon a los paisanos que se cruzaban lejos de casa. Los niños atesoraban en la cabeza, como trofeos cosmopolitas, las matrículas extranjeras que iban avistando por las carreteras, convencidos siempre de que la pegatina de CH quería decir Checoslovaquia: a ver quién les explicaba lo de la emigración a la Confederación Helvética. Y, mientras oteaban por la ventanilla del 850 atestado, aquellos chavales fantaseaban con vehículos más propios del Scalextric. «Todos soñábamos con deportivos como el Ford Capri y el Opel Manta, el Lamborghini Countach, que abría las puertas hacia arriba y parecía que se iba a poner a volar, y sobre todo el Ferrari Testarossa. La culpa fue de aquellas barajas de coches que nos ponían los dientes largos descubriéndonos las características y lo que corría cada uno», evoca Javier Ikaz, uno de los responsables de Yo Fui a EGB.

Arévalo y las jotas

¿Qué tenían los coches de entonces que no tienen los de ahora? «Estrellitas de mar y conchas en el pomo de la palanca de cambios, un ambientador de pino, un perrito que movía la cabeza en la bandeja de atrás, pegatinas falsas de Turbo y unos faros antiniebla que parecían de rally, tapetes y cojines de ganchillo de colores hechos por la abuela, una baca en el techo para las maletas... E iban arrastrando una cinta antiéstatica que decían que era antimareo. La mezcla de todo esto era un espectáculo, pero lo que más nos sorprende ahora es precisamente lo que no tenían: ni elevalunas eléctrico, ni cinturones de seguridad traseros, ni ningún tipo de sillita para los niños, ni dirección asistida, ni mucho menos aire acondicionado», enumera el otro egebero jefe, Jorge Díaz.

Estos dos archiveros de la nostalgia, como todos los niños de entonces, llevan grabados en la memoria los viajes estivales en el auto de papá. «Los coches de mi padre fueron un Seat 1500, un Chrysler 150 y un Peugeot 505 que heredé cuando cumplí 18 años, los dos primeros negros y el último blanco, porque mi padre era taxista y esos eran entonces los colores de los taxis. En los viajes de cada verano al pueblo de Galicia nos mareábamos todos, vomitando en cada curva, y aquello se convertía en una tortura». ¿Y qué hay de Javier? «Nuestro coche era un Ford Fiesta color Coca-Cola. Se hacía eterno llegar a La Rioja, mientras sonaban chistes de Arévalo y jotas. Aun así, lo peor eran los supositorios para el mareo».

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