Invisibles a todo el mundo
Richard Gere, que da vida a un sintecho en su última película, pide al próximo presidente de España que vele por los 40.000 indigentes que duermen a cielo abierto en nuestro país. Pasamos frío con ellos en las noches de Madrid
francisco apaolaza
Viernes, 18 de diciembre 2015, 02:15
En su próxima película, Invisibles, Richard Gere hace de mendigo, pero al rumano Ahmed le da igual porque no sabe quién es Richard Gere. Tampoco ... tiene muy claro lo que es el cine porque nunca ha entrado en uno. No tiene ni televisión, ni baño, ni casa, ni cama... ni la cabeza en sus cabales. Enseña las manos ennegrecidas por el hollín que desprende el asfalto y los gases de los tubos de escape y lleva en la mirada un viento loco, como si estuviera demasiado atento a todo. Ahmed, que a sus 21 años podría salir de cualquier agujero de Vukovar en noviembre del 91, en plena guerra de Yugoslavia, es uno de los cientos de fantasmas que mora en las cloacas asfixiantes del Madrid de 2015, una jungla de túneles desconocida, desesperada y apestosa. Ahmed es uno de los invisibles de Richard Gere. En Madrid. En el infierno. El actor ha pedido que el próximo presidente del Gobierno no se olvide de Ahmed ni de las otras 40.000 personas que duermen en la calle en nuestro país. Lo ha hecho en un vídeo dirigido a «Mariano, Pedro, Albert, Pablo, Alberto y Andrés».
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Ahmed, la cara tiznada de suciedad y el blanco de los ojos como la nieve fosforescente, lleva atrapado en la calle desde los 16 años, guarecido en la sombra de las sombras, en uno de los túneles al sur de la Plaza de España. Nadie de su familia habla castellano y es probable que no lo aprendan nunca. Se levanta la ropa raída y enseña un parche analgésico en la espalda que mitiga sus dolores. No sabe qué le pasa porque no entiende al médico, pero de vez en cuando se lo lleva una ambulancia con un ataque epiléptico. En esos trances se ha abierto la cabeza varias veces. Durante el día, dice que pide y que saca cuatro euros al día. Cuando cae el sol, se resguarda en los sótanos irrespirables de Madrid con su familia, como en un nido de ratas. Si el frío aprieta, van enfrascándose en los túneles como las alimañas en una madriguera. Es de noche y antes de dormir come un cocido infecto de grasas de animal con alguna brizna de carne, fuma con pulso enloquecido y a veces se ríe sin razón aparente. Él y los suyos son extremadamente amables, como si agradecieran que alguien se detuviera a mirarles.
Las cifras de la miseria
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40.000
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personas no tienen un hogar en España, según datos de la Fundación Rais, que se preocupa por la situación de los sin techo y pone su granito de arena para que esta gente cuente con lo básico para vivir, pero también con diálogo y compañía en sus procesos de cambio. Es la vía para facilitar su reencuentro consigo mismos y con su entorno social.
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764
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hombres y mujeres duermen al raso en Madrid, según el último censo oficial, que data de diciembre de 2014. Se cree que son muchos más. La mayoría son hombres de unos 40 años de edad. La mitad procede de Rumanía y Bulgaria. Se ganan la vida vendiendo pañuelos en los semáforos, mendigando o buscando chatarra por las calles.
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1.141
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transeúntes pasan la noche en la red de albergues municipales o en centros de acogida de la capital de España. Que acudan a estos lugares es esencial para que se pueda comenzar a trabajar con ellos. Muchos no lo hacen porque quieren precisamente evitar el estar controlados. Otros, simplemente, ignoran que existen estos recursos.
«Por el día, pedimos para comer», explica con las manos Katre, hermana de Ahmed y matriarca de la prole de 18 que malvive bajo el viaducto: un bisabuelo con una radio en el regazo que está fuera de sus cabales, tres abuelos, ella y sus hermanos (Ahmed e Ibrahim), sus mujeres, hijos y sobrinos, y los nietos. Los más pequeños se quedaron en Medgidia, al sureste de Rumanía, cerca de Constanta, la región de la que provienen la mayoría de los gitanos rumanos que se buscan la vida en la capital. Todos comen de una olla minúscula y sucia calentada sobre dos latillas de sardinas llenas de combustible. La cazuela reposa sobre un par de adoquines que hacen de fogón y que son el pilar sobre el que montan con habilidad de ilusionista la vivienda de su desdicha. Siber, de 20 años, está embarazada de cuatro meses y come de esa sopa de colesterol. Todavía no ha visitado al médico ni tiene visos de hacerlo. Ya hay en el mundo cuatro hijos suyos que esperan en algún piso madriguera en Rumanía a tener catorce años y venir a España a vivir, a sentarse en ese suelo, a buscar en el hollín del túnel, a nadie sabe muy bien qué. De las cuatro generaciones de la familia, nadie ha tenido nunca un trabajo estable. Juran que el infierno de España es mucho mejor que el de Rumanía y para todas las demás preguntas se encogen de hombros, levantan las cejas en un gesto lastimero y se llevan los dedos a la boca en señal de comer. De día, vagan por Madrid en busca de dinero. Venden pañuelos en los semáforos, limpian lunas y piden limosna. Pero es un colectivo que suele estar en el punto de mira de la Policía, que en muchas ocasiones los ha relacionado con hurtos y redes de delincuencia menor.
Cerca de un hotel 5 estrellas
En Madrid, rumanos y búlgaros representan la mayoría de los que duermen al raso, unas 760 personas. Algunos no son fáciles de detectar. Junto a un hotel de cinco estrellas en la calle Princesa, hay una entrada de túnel y a solo cien metros del aire helado de la noche, un colchón entre la pared y un quitamiedos. Por ahí asoma Husein, un padre de familia que asegura que lo peor de vivir allí dentro es el humo de los coches y el ruido. «Te levantas tosiendo y pican mucho los ojos». Cuando el frío corta las calles, no queda otra. A la espera de las grandes heladas, Hussein, Visel, María, Tati... hasta los trece miembros que componen la familia se acurrucan en colchones en un túnel lóbrego debajo de Azca, el corazón financiero de Madrid, cerca del Paseo de la Castellana, de los bancos y de las constructoras pobladas de ejecutivos de quinientos euros la hora.
En el Morao, uno de los bares de tapas más de moda, nadie se puede imaginar que los invisibles duermen a quince metros exactos de la puerta en la que dos treintañeras de taconazo discuten sobre su jefe. No los ven. Nadie los ve. Cuando Esperanza Aguirre propuso echar a los mendigos de las calles para no dar una mala imagen al turista no se refería a ellos, pues no dan imagen, ni buena ni mala: ninguna. Como mucho, alguien perdido se mete en su guarida y se asusta sin razón, pues estos en concreto son gente de paz, amable y cálida.
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A ese cobijo le queda un cuarto de hora; el Ayuntamiento ha aprobado la remodelación de la zona. La cuadrilla de Hussein, Visel y de Tati, su padre de 83 años, llevan ocho inviernos en ese agujero y éste que viene será el último. Durante el día, cada uno sale a buscarse las habichuelas con la chatarra. Ganan sobre ocho euros por persona y día, y cada vez que se acuerdan de su hogar y de su terruño en Constanta, alzan la mano y la menean junto a la sien como diciendo allá lejos en Rumanía. Su casa es ahora ésta desde la que hablan en los subterráneos de Azca. Y aunque no llega a la miseria extrema de la de sus compatriotas de la Plaza de España, es otro desastre: colchones ennegrecidos, pies lavados en las alcantarillas con chorrillos de botellas de agua y una pareja abrazada debajo de las mantas. Mucho frío, mucha hambre y poco futuro. Antes de acostarse, buscan los baños de un centro comercial vacío en el que suena música ambiental y en el que caminan fuera de contexto como un crucifijo en una orgía. «Son buena gente y no dan problemas sostiene un guardia de seguridad, aunque alguno termina perdiendo la cabeza. La calle les hace volverse locos».
De momento María guarda la cordura. Lleva solo ocho días sin dormir en una cama. Ha pasado nueve años en España, tiene papeles y, hasta ayer, un trabajo agrícola en Albacete. Ahora está colgada en Madrid, a la espera de un milagro y de que una llamada encienda la pequeña pantalla de su teléfono con un curro, aunque sea precario. De momento, ayuda con la chatarra a sus paisanos, pero no come con ellos. «Esta no es mi vida. No quiero dormir en la calle», asegura, y se le dibuja en la cara una mueca de decepción, casi de miedo. Igual que los demás, no acude a los albergues municipales. ¿Por qué? No sé ni dónde están.
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