¿Por qué los yihadistas odian el rock?
Libertad, placer, osadía... todo lo que suene a diversión es, para los terroristas islámicos, el peor enemigo de la fe. Y lo dejan claro cada vez que golpean a Occidente
IVIA UGALDE
Jueves, 19 de noviembre 2015, 00:31
Cuando las ráfagas de disparos sembraron de gritos y sangre la sala Bataclan de París, los acordes de la banda de rock estadounidense Eagles of ... Death Metal enmudecieron. El Estado Islámico (EI), autor del mayor ataque terrorista de la historia de Francia, sabía muy bien que su acción perseguía mucho más que acabar con la vida de 90 jóvenes que disfrutaban de un viernes de concierto. Querían extirpar «una fiesta perversa», contaminada por un ritmo diabólico que aborrecen, convencidos como están de que esas notas alejan a quienes las escuchan de las enseñanzas «verdaderas» del Profeta.
Publicidad
Paradójicamente, el Corán no prohíbe la música, siempre y cuando no pervierta los valores del islam e incite a actos pecaminosos. Sin embargo, todo está sujeto a interpretaciones. Y la visión fundamentalista del EI ha hecho que desde este año esté oficialmente prohibida. Para los yihadistas es pecado, igual que vestir pantalones ajustados o teñirse el pelo. Al margen de su declarado odio por los valores de la cultura occidental, el rock resulta repugnante porque en sus letras y en la actitud de quien lo canta o lo escucha se refleja un carácter desenfadado y de gozo que consideran satánico.
El rock, al igual que otras manifestaciones artísticas occidentales, representa la libertad, el deleite. Ese placer que genera es para los terroristas islámicos el auténtico enemigo de la fe porque se aparta de la devoción por Mahoma, fomenta la diversión y el culto al cuerpo, y despierta instintos que suelen asociar al sexo, las drogas y la violencia. De hecho, con la radicalización del islam se han multiplicado las fatuas edictos religiosos de clérigos en las que niega a los creyentes la posibilidad de escuchar música de corte occidental.
Para los radicales solo habría dos melodías tolerables: las que invitan a la oración y las que llaman a la guerra. El resto no encuentran cabida y todo aquel que se rinda a ellas es objetivo a batir. Así ocurrió con las 202 personas asesinadas en octubre de 2002 al estallar un coche bomba a las puertas de una discoteca en la isla de Bali. El atentado fue reivindicado por el grupo Jemaah Islamiya, brazo armado de Al-Qaida en el sudeste asiático.
Detrás del frontal rechazo de los fundamentalistas pervive un sentimiento de miedo. «Temen que los jóvenes musulmanes, a quienes dirigen toda su propaganda, se vean contaminados por los iconos musicales o deportivos de Occidente», explica Santiago Martínez, profesor de Historia de la Universidad de Navarra y coordinador de la agrupación por Oriente Medio. En su opinión, se trata de «una visión maniquea e hipócrita de ver el mundo» porque defienden una sociedad musulmana perfecta y se muestran «extraordinariamente puritanos en cuanto a cómo debe vestir o comportarse una mujer mientras no renuncian a tener esclavas sexuales».
Publicidad
Hay más contradicciones. Los mismos que someten a castigos atroces al que se atreva a escuchar música, no renuncian a introducirla en los vídeos propagandísticos del EI. Los nasheeds, una letanía de odas a la guerra santa y «los soldados de Alá», son su banda sonora. El Ummati, Qad Laha Fajarum (Compañero musulmán, el amanecer ha llegado) se ha convertido en su himno por excelencia. Salmos similares se reproducen en Youtube. «Pese a que aparenta beber de la tradición en Oriente Medio, esta música está más cerca de Lady Gaga que de los clásicos árabes por su simpleza», opina el cantante y compositor egipcio Mustafa Said, director de la Fundación para la Documentación e Investigación de la Música Arabe en el Líbano.
Músicos en el Estado Islámico
En las filas del EI tampoco se privan de contar con la presencia de músicos. El ejemplo más llamativo es el rapero alemán Denis Cuspert, que ejerció de portavoz de la organización terrorista y fue dado por muerto en octubre en un bombardeo en Raqqa (Siria). El yihadista, conocido como Desso Dog y que utilizaba el seudónimo de Abu Talha al-Almani, hizo apología de su crueldad apareciendo en un vídeo con una cabeza cortada en la mano.
Publicidad
Fuera de los límites del califato, la situación no es muy diferente. «El EI representa una visión ultramusulmana pero no muy alejada de lo que Arabia Saudí vive y exporta a otros sitios. Hay liga de fútbol, pero también existe censura en internet y la libertad de expresión no está permitida», explica Martínez.
En territorios como Irán se torna imposible hacer música de estilo y ritmos occidentales. La película Nadie sabe nada de gatos persas (2009) es uno de los testimonios más reveladores de las prohibiciones que sufren los artistas en aquella república islámica. Protagonizada por dos músicos reales que tratan de formar un grupo de rock indie y escapar del país, la cinta es solo una pincelada de las dificultades de muchas bandas obligadas a funcionar en la clandestinidad.
Publicidad
El avance del radicalismo en países africanos también ha traído consigo la prohibición de la música. Sin embargo, la represión no consigue acabar con la pasión. El grupo Songhoy Blues, integrado por cuatro jóvenes que huyeron del terror en Malí, es la prueba. Hoy dan conciertos en Londres, convencidos de que al corazón se le conquista por los oídos. Justo lo que hacían el viernes por la noche en Bataclan los californianos de Eagles of Death Metal. Una de sus canciones, Save a Prayer (Guarda una oración) va camino de convertirse en número uno gracias a una campaña de sus fans.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión