Juan Páez de Castro (c. 1510-1570) era hace nada un completo desconocido para mí. Normal (o casi), no siendo un autor prestigiado, pero ahora ... que lo he leído me parece oportuno recordar a este clérigo, filólogo y bibliotecario nacido en Quer (Guadalajara), localidad donde también se recluyó los últimos diez años de su vida, junto a sus familiares y rodeado de sus muchos libros, quizás por prudencia al haber sido relacionado con círculos reformistas. Pero moverse se movió, estudiando en Alcalá y Salamanca, doctorándose en Padua y viajando mucho por los Países Bajos y por Italia. En Roma, donde vivió cinco años, trabó amistad con nuestro ilustre paisano, Diego Hurtado de Mendoza (c. 1503-1575), autor de la 'Guerra de las Alpujarras' y alto cargo político en distintos países del imperio español. Ambos asistieron, como delegados oficiales, a las primeras sesiones del Concilio de Trento, desarrollando durante tres años una destacada labor filológica y traductora, como políglotas que eran —latín, griego, hebreo, árabe y varias lenguas europeas— y acendrados bibliófilos en tiempos inquisitoriales harto riesgosos.
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De hecho, Diego Hurtado acabó donando al Escorial de Felipe II, gran mecenas y coleccionista, la nutrida biblioteca que reunió en sus numerosos viajes por Europa. Lo mismo hizo Juan Páez con la suya, junto con todos sus escritos, compuestos básicamente, además de una traducción inédita de 'La Odisea', por una valiosa correspondencia con distintas personalidades internacionales con las que se codeó, y por dos textos importantes: su 'Memorial de las cosas necesarias para escribir historia', dirigido a Carlos V al poco de ser nombrado cronista regio. Y, sobre todo, el 'Memorial al rey don Felipe II sobre las librerías' (1556), en el que aconsejaba al monarca la creación de una gran biblioteca y lo asesoraba técnicamente sobre la estructuración de la misma para centralizar la información y facilitar su trabajo a teólogos, juristas, médicos, filósofos y matemáticos. Recomendaba su ubicación en Valladolid al ser capital política habitual de una corte todavía itinerante, sede de universidad y de otras instituciones estatales relevantes, apostando así mismo por la rentabilidad económica de una incipiente industria de la imprenta. Pero el rey acabó encastillándose en El Escorial, paradigma de una España cerrada sobre sí misma, convirtiendo así su biblioteca en puro instrumento del poder. Añádase que otro alegato de Páez a favor de las bibliotecas fue tenerlas por el mejor antídoto contra la barbarie.
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