He visto a dios

Cuántas veces hemos aplaudido a figuras de la música, del cine o del teatro, sin percatarnos de la disimulada soledad que les oprimía el corazón. La soledad del camerino, del vestuario, del anonimato

José García Román

Sábado, 28 de agosto 2021, 00:56

Una de las veces que el Barcelona C. F. se desplazó a Sevilla, entre la riada de gente joven que esperaba a sus ídolos, una ... adolescente gritó derrumbada ante la presencia de Messi: «Hoy he visto a dios» (supongo que se escucharía la 'd' minúscula). Ignoro si alguien replicó: «¿Quién dijo que Dios había muerto?». El fútbol, generador de intensas pasiones de varios signos, se ha convertido en fábrica de dioses con legiones de seguidores, y en enorme metáfora de exhibición, de representación estelar en los estadios, de exagerada ostentación mostrando en los medios de comunicación mansiones, diversiones frívolas, colecciones de coches de alta gama, yates, aviones, marcando distancias con mensajes idílicos en un mundo más que feliz. En las gradas de los campos y en las ventanas de la televisión están los que coleccionan sueños con las camisetas que visten los jugadores de su equipo: remedio para hastíos, malhumores, tensiones, y fuente de entretenimiento. No extraña por tanto que haya niños que aspiren a ser futbolistas profesionales el día de mañana, o que se voceen expresiones como éstas: «Ya puedo morir tranquilo. Messi es feliz», o «¡Qué hermoso debe ser poder decirle personalmente: 'Te amo Messi'».

Publicidad

Es verdad que el fútbol crea puestos de trabajo, sin embargo debería existir un límite en el mercado que valora piernas a cien o doscientos millones de euros, o en la firma del contrato por el que un representante del futbolista puede cobrar diez millones de euros. Ciertamente el espectáculo de un buen fútbol es fascinante, como ver besar a un jugador su camiseta con entusiasmo; pero defrauda el fichaje por otro club a la vuelta de la esquina. Esta reflexión podría trasladarse al mundo de cierta élite de la cultura y el espectáculo que se considera abanderada de la solidaridad. La realidad es que el cuerpo social necesita riego sanguíneo equilibrado, en función de los órganos. Extracciones de sangre, las mínimas; salvo las voluntarias.

Este olimpo de nuestros días exige peculiares transfiguraciones para ser capaces de observar la tramoya del atractivo teatro barroco de oros, ropajes, carrozas, cuya escena fantástica nada tiene que ver con la realidad de la caída del telón, de la fantasía de perpetuo disfrute, del empeño en volar, a sabiendas de que sólo volaremos cuando nuestro cuerpo sea ceniza. Cuántas veces hemos aplaudido a figuras de la música, del cine o del teatro, sin percatarnos de la disimulada soledad que les oprimía el corazón. La soledad del camerino, del vestuario, del anonimato (el más famoso es un perfecto desconocido en algún lugar).

Mas hay unos 'dioses' que no conocen olimpos, que no pierden el tiempo contando los doblones de la avaricia, y sí están interesados en «vivir las preguntas» hasta acabar viviendo «en plena respuesta» (Rilke, 'Cartas a un joven poeta'). Imaginemos que un día súbitamente se abren los telediarios con la noticia de que las enfermedades innombrables, terror de la ciudadanía, han sido vencidas gracias a los científicos, doctores Fulano y Mengana. ¿Habría euforia y alegre descorche de champán en las casas, explosiones de júbilo en las calles, con los nombres de tales investigadores en pancartas? Se dirá que esta labor no empatiza con la publicidad; es decir, que carece de suficiente audiencia por falta de interés de una mayoría de ciudadanos. En cambio el deporte rey sí, y por ello los sueldos de cuarenta millones de euros netos, ingresos extras aparte. Evidentemente los científicos no generan riqueza: 'solamente' salvan vidas, tan costosas para el bienestar de una élite creyente en la utopía de un 'mundo feliz', aunque lo disimule con máscaras de pan de oro, que no se altera por el derroche ni por los cargos públicos innecesarios, con sueldos desproporcionados a tenor de la preparación profesional de los responsables o las funciones que ejercen.

Publicidad

Si un sector de la ciencia, con medios y ayudas mediocres, se afana por mejorar nuestra salud, también hay esplendidez humanitaria de grado doctoral en quienes gastan sus vidas, o las pierden, en zonas donde crece robusta la esperanza, de la mano de una silenciosa entrega como brisa de la tarde; personas de sonrisa perpetua que por un balón de 'oxígeno' se exponen a todo chutando a puerta para colarlo en la portería de quienes se hacen los sordos, confunden palabras con hechos, gritos con masajes respiratorios, declaraciones con compromisos, tribunas blindadas con primeras líneas de batalla, autoservicio con servicio. No olvido a la buena gente que nos rodea: nada más y nada menos.

Hay un Dios presente en constelaciones de personas; un Dios anónimo, a veces oculto bajo una carne 'repelente'. ¿Quién no ha contemplado en reiteradas ocasiones a Dios, vestido de calle, aunque hayamos necesitado gafas de sol para que no nos deslumbrara su 'resplandor'? De los 'dioses' con guardaespaldas, autosuficientes, distantes, vecinos de Hollywood, representando «frutos de otoño de sabores soberanos» (Baudelaire, 'El amor de mentira'), con claque contratada para el baño de multitud, sentido de su existencia, poco más que decir. ¿Que los envidiamos? Seguramente; pues ni siquiera maduramos en el otoño de nuestra vida, incapaces de ser escultores de nosotros mismos, a pesar de ser conscientes de que la anhelada 'divinidad' es producto del halago y la sumisión de las masas: sus auténticos focos, sin los cuales las sombras se convierten en compañeras inseparables.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad