En un mundo chato, donde los horizontes se acortan y parecen estar al alcance de la mano, donde la realidad se impone a la utopía ... y pareciera que la razón tecno-económica es el criterio último que configura un mundo aparentemente sin solución, que segrega y divide, que convierte al hombre en un depredador despiadado del propio hombre y de la naturaleza…, un año más nos llega la Navidad, para afirmarse como la gran fiesta de la esperanza.
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No es fácil sostener la esperanza en estos tiempos, como no lo ha sido nunca a través de la historia. Y, pese a la dificultad, sabemos que no podemos vivir sin Esperanza, necesitamos poner «luces largas», expandir horizontes y vislumbrar otras realidades posibles. Nuestro mundo está necesitado hoy de esperanza, porque se ha convertido en un 'cementerio de esperanzas' y pareciera que no nos queda otra que resignarnos a la irracionalidad de este sistema.
Pero de qué esperanza estamos hablando, en qué esperanzas hemos de poner el corazón, cuáles son las esperanzas que, como antorchas en la noche oscura, nos aseguren el camino seguro, un camino ancho para todos en el que todos nos reconozcamos para ser plenamente humanos. No nos valen los fuegos fatuos ni las esperanzas de alas cortas, ni aquellas instrumentalizadas al servicio de todo tipo de intereses y rentabilidades. No nos valen las esperanzas con minúscula, esperanzas 'palos de ciego' a las que parece que estemos condenados en nuestro deseo incansable de abrirnos paso en la tiniebla.
La gran esperanza que necesitamos solo puede venir de Dios, solo puede ser Dios. Los creyentes en el Dios de Jesucristo estamos invitados, continuamente, y más en este tiempo a reafirmar nuestra esperanza en el Dios encarnado en nuestra humanidad, y a irradiar este convencimiento sabiendo ver y alentando, en la humanidad que nos rodea, esos destellos de plenitud que Dios ha sembrado en el corazón de cada hombre y de cada mujer, y que nos hacen capaces de confesarnos hermanos todos e hijos de Dios.
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Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios de rostro humano, que se hace débil e identificable en lo pequeño; un Dios acogido, enfermo, migrante, exiliado, parado, precario, impotente, náufrago, despreciado y pobre; que busca ser amado porque nos ama sin medida. Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, al Dios de Jesucristo, eso es lo que significa recibir la esperanza. Y esto solo es posible desde el encuentro personal con el Cristo encarnado, en la cotidianidad de nuestra vida, un encuentro que hace renacer en nosotros la alegría y que provoca una esperanza que el papa Francisco nos urge a no dejarnos robar.
Para ser hombres y mujeres de esperanza no debemos apegarnos a nada y vivir, en cambio, en tensión hacia el encuentro con el Señor, capaces de afirmar como Pedro: «Señor, ¿a quién iremos?» si «tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68-69). Y así, en Navidad, celebramos que la esperanza se hizo carne de nuestra carne, y habitó entre nosotros; se hizo Dios-con-nosotros. Una esperanza que es fuente de alegría porque hace posible la vida, nos ayuda a perseverar en la oración, nos sostiene en medio de las dificultades para sostener también a nuestros hermanos/as.
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Navidad es la historia de amor de Dios con su pueblo. En Navidad celebramos que la vida es lo definitivamente eterno, y en el empeño de hacerla posible Dios va delante de nosotros, y así descubrimos y experimentamos que la humanidad tiene futuro. La alegría está hermanada con la esperanza. Alegría porque Dios está-con-nosotros salvando; porque es-el-que-está ahí, por y-con-nosotros.
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